Para ser honestos, estar aquí nuevamente me sabe a derrota. Tú no lo sabes, gracias al cielo que no, pero aquella última carta que te entregué tiempo después de haber dado por terminada nuestra relación no fue, de hecho, la última que te escribí. Durante más de cinco años me empeñé en mantenerte vivo a través de mis relatos, seguías siendo el protagonista de todas mis historias, el responsable de mis insomnios, el mismo nombre desgastado que seguía apareciendo una y otra vez como si se escapara de mis dedos, como si fueras el astro mayor alrededor del cual orbitaba mi galaxia, cinco largos años en los que, por supuesto, el mundo no se detuvo, pero en aquellas páginas que todavía hoy conservo parecía ser siempre el mismo día, me inventé una realidad alterna en la que el tiempo no transcurría, un mundo paralelo en el que, de alguna manera, te seguía teniendo. Sin embargo, y aunque a veces uno sea tan masoquista o tan estúpido como para intentar evitarlo, eventualmente todo acaba, un día desperté y pronunciar tu nombre me supo mal, evoqué tu imagen y ya no supe distinguir el color de tus ojos, el contorno de tus manos, me sentí exhausta, como si hubiera estado corriendo en círculos durante toda una eternidad, me pregunté por qué quería seguir queriéndote… y no pude contestarme, fue ese día cuando me prometí que jamás volvería a dedicarte una sola de mis palabras, decidí expulsarte de mi historia, de mi ser, y, a pesar de eso, aquí estoy.
Para intentar salvar un poco la dignidad que me queda, primero quiero explicarte qué me trajo aquí: en mi última terapia, cómo no, volviste a emerger de las profundidades de mi subconsciente, incluso en ese pequeño cuarto casi desolado en el que por una hora, todo el mundo giraba en torno a Adriana, no pude evitar hablar de mí sin mencionarte, por más que lo intento, parece que mientras más te repelo más te incrustas en mi ser, y en el yo siempre estás tú, como si de dos piezas fundidas se trataran, pero no es una unión armónica, es la lanza en la carne, el virus en la sangre, le sarna en la piel. Así que, mi siempre brillante psicóloga, valiéndose de todos sus conocimientos y previas experiencias, me encomendó la tediosa de tarea de escribirte tres últimas cartas, solo tres, cada una con un objetivo específico; la primera debía escribirla desde la tristeza, desde la desilusión, en la segunda tenía que haber rabia, debía insultarte, odiarte, y en la tercera… en la tercera tengo que perdonarte, así que eso es lo que intentaré hacer.
Desde el mismo momento en que se me asignó este deber, supe que el último paso sería el más difícil. No estaba segura a que se debía ese sentimiento sino hasta hoy, cuando comprendo que expresarme desde la rabia, la tristeza o el mismo amor no representó para mí ninguna novedad, antes ya había plasmado estas emociones en el papel.
A lo largo de los años te he querido, odiado, extrañado, llorado, insultado… pero en ninguno de los arrebatos emocionales que en tantas ocasiones me llevaron a desahogarme en la primera hoja que se cruzara en mi camino me planteé la idea de perdonarte. No es que no lo quisiera, simplemente era una idea que no cruzaba por mi mente, y justo ahora comienzo a entender por qué.
Perdonar. Las primera búsquedas que hago la definen como “olvidar [una persona] la falta que ha cometido otra persona contra ella o contra otros y no guardarle rencor ni castigarla por ella…”, además de “librar a una persona de un castigo o una obligación”. Como verás es una palabra que implica mucho más de lo que aparenta. Olvidar y liberar, no guardar rencor. Entenderás que estas, por inofensivas que parezcan, son maniobras difíciles de llevar a cabo cuando estás ahogada en sentimientos, tal como me pasó. Hoy entiendo que no era capaz de perdonarte porque por más que me esforzaba no te olvidaba ni mucho menos te dejaba ir. Perdonar se me antoja demasiado definitivo, no hubiera podido hacerlo mientras quedaran en mí restos de ti, no estaba preparada para dar ese paso porque una parte de mí todavía sufría con los recuerdos, se emocionaba con tu presencia, no estaba lista para avanzar. Hasta hoy.
Hace ya algún tiempo leí una novela llamada Y Por Eso Rompimos, es una carta que explica el adiós, se trata de dos adolescentes que creyeron estar muy enamorados hasta que repentinamente el protagonista arruinó las cosas y todo terminó. Es un libro excelente si uno está dispuesto a superar el mal de amor, pero ya sabemos que este no fue mi caso. La verdad es que a medida que avanzaba mi lectura me sorprendía cada vez más pues nos encontraba en cada página, no me explicaba como un hombre completamente desconocido había podido plasmar nuestra historia de manera tan exacta sin siquiera saber de nuestra existencia. Fue allí cuando comprendí que aunque cada persona viva las experiencias de manera diferente, el primer amor es un genérico. No fuimos los primeros ni los últimos. Tú fuiste mi Ed, el mismo que al comienzo parecía inalcanzable, el que repentinamente se convirtió en mi mejor amigo, el que logró ilusionarme, hacerme feliz y terminó destruyendo una relación que parecía no tener motivos para acabar. Hay una frase en especial que recuerdo y que te quiero decir, “rompimos porque fuimos el primer amor del otro”, y sí, así es. Es absurdo pensar en para siempre cuando se está queriendo por primera vez, esas historias son una entre miles, y nosotros fuimos miles. Fue esta novela la que me ayudó a entender que nuestra historia se desarrolló como lo hacen todas las demás, tuvimos un principio y un final y el intermedio fue maravilloso, hoy me siento estúpida al pensar en mi necedad por extender lo inextensible.
Pasé tanto tiempo dándome golpes de pecho, preguntándome qué había hecho mal, por qué tuviste qué buscar a alguien más, qué te faltó. No entendía que a los dieciséis años es normal sentirse abrumado por un compromiso del tamaño del que teníamos, que ninguno de los dos estaba preparado, que no fue lo que hice o lo que no sino que simplemente eras demasiado inmaduro para respetarnos. Y no te justifico, sigo creyendo que lo que hiciste estuvo mal, que fuiste un patán, que no lo merecía, te sigo culpando por hacerme daño, pero también me culpo a mí por esperar de ti más de lo que estabas dispuesto a dar. Porque, recurriendo nuevamente a Handler –el autor de la novela que te acabo de mencionar- “recuerdo mi felicidad, puedo notarla y siento que entonces los dos éramos felices, no solo yo”. A pesar de todo Daniel, sé que aunque fuera por un breve momento lo nuestro fue real. Y hoy no me arrepiento de nada.
Inevitablemente eres –y siempre serás- importante para mí. No puedo prometerte que en veinte años no estallará de manera repentina algún recuerdo, de cuando la felicidad era estar sentados en el sofá escuchando música mientras aprendíamos a querernos, y que no sentiré nostalgia. Pero sí puedo asegurarte que ya no serás mi tormento, que ya no habrá dolor, que pensaré en ti como se piensa en las cosas que en algún momento te hicieron feliz y que ya no están.
Jorge Luis Borges lo supo expresar mejor, “te debo las mejores y quizás las peores horas de mi vida, y eso es un vínculo que no puede romperse”. Ya no lucho por arrancarte, porque la experiencia de haberte tenido y luego perdido moldeó a la Adriana que hoy escribe estas palabras. Sin quererlo y estoy segura que sin siquiera saberlo me cambiaste, y en quien soy hoy también estás tú.
Porque a fin de cuentas estamos hechos de decisiones, errores, aciertos, momentos, personas. Somos el resultado de un montón de experiencias que con el paso del tiempo van forjando nuestro carácter, nuestra alma.
Así que hoy te perdono Daniel. Por todo. Por cada mal rato que pasé mientras te quería, por no entender que merezco más, por cada cosa que me hizo llorar, por cada noche que pasé sin poder dormir pensando en un “nosotros” que cada vez se escapaba más de mis manos. Te perdono por no saber valorarme, por cada humillación. Te perdono y me perdono. Me perdono por haber sido tan testaruda, tan tonta. Nos perdono la inmadurez.
Hoy acepto lo importante que fuiste para esta historia. Acepto que fuimos felices, que me olvidaste, que por mucho tiempo jugaste conmigo, que no supe valorarme, que te quise tanto que no puedo expresarlo, que eres de mis mejores recuerdos, que nuestra historia hace tiempo terminó, que no es cuestión de destino, que cambiaste mi vida, que contigo crecí, aprendí, que nuestros caminos están separados, que ya no somos y eso está bien.
Te perdono y te libero. Libero esa parte de ti que se había quedado conmigo y que por tanto tiempo guardé con especial recelo.
Hoy, de la manera más sincera te agradezco por todo. Por llegar a mi vida y mostrarme lo bonito que es enamorarse, por enseñarme que nada es para siempre, ni lo bueno ni lo malo, por formar parte de esta historia.
Fuiste el mejor cuando quisiste y el peor cuando pudiste, y definitivamente te recordaré por siempre. Hoy no puedo sino desearte lo mejor. Que tengas mucho éxito, que seas feliz.