Algo no me dejaba conciliar el sueño. Tenía ese presentimiento que me agobiaba y me impedía cerrar los ojos. No me dejaba descansar, me robaba las preciadas horas de sueño y me tornaba en una mujer desesperada de atención. Esa persona, ser, ente o lo que fuera, me llamaba aunque no decía mi nombre. Sentía su necesidad hacia mí y la intensidad de su idiosincrasia propagarse en esa noche tormentosa.
Me moví sin cesar, pensando que despertaría el hombre a mi lado, más la persona profundizó su sueño un poco más. En un intento por desprenderme de ese desasosiego, me levanté y envolví mi cuerpo en una gruesa manta que reposaba en una silla en la esquina de la habitación. Sin pensarlo más de lo necesario, corrí al establo y monté a Bruce, sin silla, solo con las bridas y el ímpetu de encontrarme con Él.
Mi impulso de encontrar algo de paz se elevó a los cielos y me transportó a lugares lejanos, donde nunca en la vida tuve la desdicha de estar. Corrí con el viento en mi contra, galopé a bosques inciertos y sin un destino estipulado por los dioses. Lo que me impulsó fue el deseo de encontrar ese ser que me arrebató el sueño, aun cuando sabía que nada bueno saldría de tan empírico encuentro.
—La noto cansada, Princesa —comentó mi profesora de Alemán, al verme bostezar por cuarta vez esa mañana.
—Estoy algo cansada —respondí al masajear mi frente.
Los sueños que con frecuencia se colaban en las horas de descanso, me alteraban y dificultaban el respiro que mi cuerpo necesitaba. Intentaba concentrarme en la pronunciación de las palabras que ella con mucho esmero y dedicación se esforzaba en enseñarme, pero los bostezos salían de la nada.
Los primeros sueños, pesadillas o revelaciones, comenzaron algunas semanas atrás, cuando solo eran imágenes esporádicas de lugares no antes recorridos. Siempre fueron oscuros, lóbregos y algo atemorizantes. Pero ese último sueño, terminó donde empezó el anterior: un recorrido a caballo a través de un bosque oscuro que no marcaba ningún rumbo conocido. La sensación de familiaridad me envolvía como un paragua bajo la lluvia, pero aquellas gotas eran aún más fuertes que simples lloviznas.
Con el paso de los días comencé a creer que eran fragmentos de una historia pasada; algo que mi memoria olvidó e intentaba recordar a como diera lugar. Pensé de todo durante ese tiempo, hasta que caí en cuenta que eran pedazos de un rompecabezas que intentaba armar noche tras noche, tras gotas de sudor y ahogos al despertar.
Esa mañana decidí escribirlo en uno de los cuadernos en blanco que guardaba en los cajones de mi cómoda. Sentía la necesidad de escribir lo que recordaba de ese sueño, cuando aún se mantuviera fresco en mi cabeza. Tenía miedo de olvidar algo importarte y lamentarme al paso del tiempo por no recordarlo.
Mi corazón se alteraba cada vez más al despertar de la abrupta pesadilla. Mi respiración se entrecortaba y un mar de sudor recubría mi cuerpo.
No entendía por qué o cuál era el propósito de tales imágenes. A medida que se profundizaba la pesadilla, me conectaba aún más con ese ser ancestral que no se dejaba ver entre las penumbras de la noche. Solo escuchaba su voz, en mi cabeza, como un susurro al viento. Llegaba en ondas de sonido, como el canto de un ruiseñor, y desaparecía por completo al despertar.
Nunca pude recordar su voz, hasta el último minuto.
En un punto creí que la boda me afectaba y comenzaba a alucinar. Pero no era posible. Eran tan reales, tan vividos, que parecía la reproducción de un película en mi cabeza. Era tan profunda la intensidad de buscarlo, de tenerlo, que aunque no podía verlo mis pies corrían a él, como si fuera esa otra mitad de mi ser.
—Esta será su última clase —comentó la profesora—. Espero que por ahora.
—Le aseguro que sí, profesora. ¿Le molesta si dejamos la clase hasta aquí?
—En lo absoluto.
La Sra. Lucy era una mujer de unos cincuenta años, muy hermosa y con una dulzura en la voz que te empalagaba de solo escucharla. Siempre vestía pantalones caqui, camisas de botones hasta el cuello, zapatos de plataformas y unos enormes anteojos que ocultaban sus pequeños ojos negros. Era una mujer muy amable, que enseñaba con pasión y dedicación, sin importarle recorrer media ciudad por mí.
Recogió su libro y lo guardó en el portafolio, cerrando la pequeña maleta que siempre la acompañaba. La valoraba en sobremanera y mantenía en un altar; como esa clase de mujer independiente que no le teme a valerse por sí misma, sin necesidad de un hombre o la compañía de una persona que solo la lastimaría. Esa mujer era fuerte, determinada y con la valentía necesaria para sostener a sus cinco hijos.
—Gracias —articulé al tenderle mi mano—. La veré mañana en la boda.
—Por supuesto, Princesa —indicó al levantarse. Colocó el maletín en su hombro y se encorvó ante mí, despidiéndose con una reverencia que nunca debió aprender de aquellas personas dispuestas a besarle los pies a la reina—. Que tenga feliz día, Alteza.
—Gracias. Tessa la acompañará a la salida.
Me levanté del grotesco sillón y sujeté el largo ruedo del vestido entre mis manos. Caminé los pasos que faltaban hasta la terraza de la habitación y abrí los dos inmensos ventanales que ofrecían una blancuzca vista de los jardines principales. Una cálida brisa azotó mi cuerpo y movió las ondas de mi cabello al compás de la corriente.
La imagen inferior era impresionante desde cualquier punto de vista. Todo el jardín estaba cubierto con una especie de lona blanca, inmensa, cubriendo la mayor parte del verduzco terreno. Era algo parecido a las carpas de los circos, pero más cuadrada y elegante. Supuse que debajo de cada una de ellas estaban las doscientas mesas que albergarían a más de mil invitados de todo el país y algunos lugares aledaños.
Divisé el altar donde se llevaría a cabo la ceremonia, situado en la zona más alta del terreno, recubierto por un arco de flores exóticas y un camino de pétalos de cerezo. Las flores que desprendían los arboles cubrían parte del pasillo y tornaban el recorrido en uno mágico y floreciente momento, aun cuando pisaría mi propio corazón.
Las sillas para la ceremonia se encontraban en forma de media luna, alrededor del altar. Uno de los extremos de las sillas estaba cubierto por un ramo de flores exóticas que caían hasta el suelo, aunado a un fino lazo dorado que adornaba la caoba como si fuera una niña en su primera comunión. Todo era demasiado cursi.
La imagen era hermosa, no lo negaría, aun cuando los empleados se encargaron de todo. Era una boda diurna, así que debía ser abierto, luminoso y fresco. Los invitados lucirían sus atuendos veraniegos y la novia debía ir envuelta en una tela esponjosa.
Mi atención se enfocó abajo, asustándome cuando alguien tocó la puerta de la habitación. Recuperé mi compostura y arreglé los mechones de cabello que caían sobre mis ojos, antes de despegar mis labios y pronunciar la palabra correcta.
—Adelante —emití aun de espaldas a la puerta.
—Kay, cariño. —Entró mi madre como alma en pena—. ¡Llegaron los recuerdos!
Cerré los ojos y sujeté con fuerza el soporte de la terraza. Deseaba desaparecer de esa habitación y del momento que estaba a punto de presenciar.
Mi madre se obsesionó tanto con los recuerdos perfectos, que ordenó traerlos de una remota parte de Rusia, creados por una de las mejores diseñadoras del país. Se empecinó en hacer la boda perfecta, que nada podía arruinar su momento de gloria.
—¿Quieres verlos?
—¿Tengo elección? —pregunté distante, aun de espaldas a ella.
—No.
La frívola voz de mi madre me causaba escalofríos, pero al paso de los años aprendí cómo evitar esa sensación cuando su voz denotaba seguir sus órdenes. Quizá debí aplicarlo más veces de las sugeridas, pero no me causaba tanto pavor como los primeros años de vida, cuando con una simple mirada soltaba lo que fuera.
A regañadientes le di el gusto de ir a verlos, notando como un carruaje dorado se alzaba en la palma de su mano. Me acerqué un poco más al extraño artefacto y advertí que en la parte alta del carruaje una llama artificial era encendida. Con la fascinación que siempre me acompañó, lo sujeté entre mis manos y observé con mayor detenimiento la llama de fuego y el frío metal. Era pequeño pero hermoso.
Cada detalle fue pulido a perfección, desde los ventanales del carruaje, hasta los pequeños diseños de oro que adornaban los contornos. Las inmensas ruedas, las pinceladas en las puertas y hasta los matices de colores que componían el oro, fueron por completo pulidos hasta el más mínimo detalle, siendo hermosos a cabalidad.
Mi madre sonrió ante mi fascinación y, de un soplo, apagó la vela. Con uno de sus dedos presionó la parte baja del carruaje al tiempo que la parte superior se abría de una hermosa manera; como mecánica. En su interior contenía una hermosa presea.
—Impresionante —musité al volverse imposible apartar la mirada de aquella hermosura que se alzaba en mis manos—. ¿Todas tienen joyas?
—Sí. Dependiendo de la persona y su edad, es la joya seleccionada. —Colocó en la palma de mi mano un par de pendientes en forma de perlas—. Para los caballeros, relojes y, para las damas collares, brazaletes o anillos.
Aunque la belleza de aquel carruaje iluminó la parte lúgubre de mi ser, la parte racional me decía a gritos que ese dinero malgastado en joyas que ninguno de los presentes necesitaba, podría ser un recurso mejor invertido en las necesidades de la nación. En cambio, mi madre prefería seguir demostrando su poder con ostentosos regalos, que sosegar un poco las necesidades de las personas bajo su mando.
Tragué las palabras que quemaban mi boca y expresé:
—Es hermoso, madre.
—Lo sé. Baja para que contemples la decoración en su totalidad.
—Estoy algo cansada —alegué para evitar sonreír cuando no lo deseaba.
Dio un paso más cerca de mí y dejó que la frívola pupila erizara mi piel.
—Te acabas de levantar —rezongó entre dientes—. Vendrás conmigo.
No albergaba las fuerzas necesarias para discutir con ella en ese momento, así que preferí bajar las amplias escaleras y sentir el sol del exterior en mi piel, a escuchar sus incesantes monólogos y discusiones poco fundamentadas.
El ruido de las sillas al ser movidas por los encargados del evento, los manteles sobre las mesas al ser azotados por la brisa o los cubiertos en la mesa de exhibición, provocaron nauseas en mi estómago. Ese día estaba tan cerca que podía sentir el fino anillo tocar mi dedo anular y los labios de Dominic sobre los míos.
Un violento escalofrío recorrió los vellos de mi brazo y me obligó a friccionar mis manos para calmar los temblores en mi piel. Tenía mucho miedo de la decisión que marcaría mi vida, pero caí en cuenta demasiado tarde que podía cambiar de idea. Quizá si hubiese tenido la fuerza suficiente para decir no, nada habría ocurrido.
Cerré mis ojos y transité la punta de los dedos por el mantel de lino.
—¿No crees que sea algo pronto colocar todo tantas horas antes de la boda? —indagué la decisión de los involucrados en la misma—. ¿Y si llueve esta noche?
—Esperemos que no —respondió ella con una sonrisa.
Me condujo al área de recepción, donde una mesa principal era adornada por cientos de flores naturales y una vajilla se alzaba reluciente sobre el mantel blanco. Al acercarme lo suficiente, noté que la porcelana tenía plasmado en el centro el sello oficial de la corona, al igual que las servilletas y la parte inferior de las copas.
Solo la mesa primordial estaba adornada por completo como la idea principal de toda la exhibición. El resto solo tenía el mantel y unas flores que adornaban el centro de mesa principal; en ese caso, un ramo de tulipanes rojos con pétalos de Colorado Columbine; todas extraídas del jardín exótico de la corona.
—¿No crees que es demasiado? —pregunté al desviar la mirada.
—Nada es demasiado para la Princesa de Inglaterra —articuló con una mano en mi mejilla—. Además, todo este lujo es cortesía de tu futuro esposo.
—Te estás aprovechando de la situación para hacer tu boda soñada, madre —dije al removerme incómoda bajo su mano—. Yo no quiero esto, nunca lo he querido.
Dicho eso, sujeté el ruedo de mi vestido y abandoné el lugar. Me sentía asfixiada entre tanta mentira, banalidad y desamor. Franqueé a su lado como la dama que me enseñó a ser, dejando atrás el lujo, extravagancia y desperdicio de dinero que no buscaba o necesitaba. Una boda sin amor, no podía compensarse con dinero o lujos.
Mis pensamientos nublaron mi vista y, sin pensarlo, arribé a la habitación de Stella.
—Dime que es un sueño —solté al atravesar el umbral.
—¿Qué? ¿La boda con tu príncipe soñado? —Estaba derribada en la cama, con los pies anclados a la pared y los dedos en el teclado de la laptop.
—Sí —concluí al tumbarme a su lado.
Stella redactaba una especie de carta que enviaría por email. Su mirada no se apartó de ella cuando entré o desplomé mi cuerpo sobre la cama. Era muy importante para ella terminar ese email, siendo un caso de vida o muerte. Me quedé en silencio a su lado, maravillada con lo rápido que escribía sobre el teclado.
—¿Para quién es? —inquirí a los minutos.
—Mi novio —confesó de pronto y cerró la laptop.
—¿Novio? —La lengua se enredó en mi boca—. ¿Estás con alguien?
—¿Por qué a todos le parece fin del mundo?
En Stella, era como una nevada en el desierto durante años; imposible. En el tiempo que llevaba conociéndola, jamás me presentó ningún chico que podíamos catalogar como su novio. Pero ahí estaba, siete años después, con una idiota sonrisa en sus labios y las manos sobre las teclas de un inamovible objeto, entregando su amor a otra persona que se encontraba a miles de kilómetros de ella.
Arreglé el vestido, me quité los tacones y crucé las piernas. Me sentía feliz por ella, aun cuando mi corazón era un maldito campo de batalla.
—No es habitual —respondí—. No te ofendas, cariño, pero tuvimos dudas de ti.
Abrió al máximo los ojos y golpeó mi estómago con su mano libre. Dolió como el infierno ese duro golpe de Stella, además me extrajo un jodido aullido de dolor. Contraje los músculos de mi estómago y reposé las manos sobre el lugar afectado.
—¡Es broma! —vociferé cuando su mano se elevó por segunda veces al aire—. ¿Por qué no lo trajiste a la boda? Me hubiese encantado conocerlo.
—Apenas me acepta tu madre. Imagina si traigo compañía extranjera. Me habría cerrado la puerta en la nariz y arrojado una manada de perros.
—No tenemos perro —mascullé en tono jocoso.
—Sabes a qué me refiero.
—Lo sé —finiquité riendo.
Me alegraba tanto que una de los dos tuviera amor verdadero en ese mundo tan plagado de maldad que nos rodeaba. La Stella enamorada era muy diferente a la chiquilla odiosa que golpeaba a las niñas en el colegio. Su rostro era más ameno, sus ojos brillaban como dos estrellas en un cielo despejado y su actitud hacia el mundo era diferente. Incluso podría decir que se volvía un oso cariñoso.
Froté mis ojos con la mano libre y parpadeé un par de veces. Estaba demasiado cansada, pero a esa hora del día era imposible dormir como quería. De hecho, nunca ansié tanto la noche como ese día, aunque una ocasión fue tan poderosa como esa.
—¿Cómo es? —pregunté curiosa.
Sus ojos se perdieron en las profundidades de la mente y los recuerdos. Intentaba rememorar un momento o aspecto para soltar en una palabra aquello que me incentivaba a creer que tras la oscuridad se escondían enormes focos de felicidad.
Stella removió un poco su cuerpo sobre la cama y fijó la mirada en el techo.
—Perfecto.
Solo esa palabra bastó para confirmar que mi nena estaba enamorada de él.
—¿Cuál es su nombre?
—Miller Scott. —Abrió más la laptop y comentó—: Te mostraré una foto.
Buscó en sus cuentas de la red social alguna fotografía que describiera esa palabra perfecto. Franqueó entre los cientos de imágenes que mantenía en la galería personal, para encontrar la foto de una feliz pareja en medio de un árido campo militar.
Era bastante lindo. Ojos negros como la noche, piel blanca, cabello largo de un color azabache, altura promedio, musculatura algo escasa y sonrisa perfecta. Mi nena tenía excelentes gustos en chicos, eso jamás se puso en duda.
—Atractivo —comenté entre risas.
—Lo sé. —Sus manos acariciaban la pantalla con auténtico amor.
Detallé más a fondo la imagen. En ella, la pareja de tortolitos se unían en un abrazo, mientras él depositaba un tierno beso en su mejilla derecha. El viento ondeaba el cabello de ambos y las luces del día entrecerraban sus ojos al compás de sus risas.
Verdadero amor golpeó esa parte en mi pecho que nunca palpitaba por el mío propio. Me sentía maldita en ese mundo al que pertenecía. Yo no encajaba en un lugar como ese, con las personas que me rodeaban, el cargo que colocaron en mi cabeza sin pedirlo siquiera o esa opresión que sentía en mi pecho cada noche al despertar.
Por primera vez deseé algo que no podía tener: auténtico amor.
—Es una hermosa foto.
—Lo veré al regresar —farfulló al suspirar como una enamorada y sentarse sobre sus piernas—. Cuéntame, Kay. ¿Cómo están las cosas afuera?
—¿Qué quieres saber de mi glamurosa y espectacular boda?
—Empecemos con algo simple. ¿Dónde esta el novio?
Mentiría si decía dónde estaba. No sabía el paradero del susodicho en cuestión, ni siquiera se tomó la molestia de enviar un mensaje y preguntar cómo estaba su futura esposa, la mujer de su vida o la única que le movía el tapete.
La última vez que lo vi fue días atrás, cuando cenamos juntos y lo besé por primera vez en meses. Aun intentaba descubrir qué me condujo a unir mis labios a los suyos, pero entre tanto pensamiento otra persona se coló en ellos y le robó su lugar. No quería sentirme de esa manera: como auriculares en el bolsillo.
Mi silencio lo dijo todo, sin ser imperativa una respuesta concreta.
Miré a Stella e hice mi típico movimiento de hombros.
—No tengo idea.
Stella colocó la laptop a un lado y unió mis manos entre las suyas, fijó esa suave mirada en mí y abrió los labios que durante años soltaron palabras que fueron mi único consuelo para todo el daño que las personas a mi alrededor perpetraron en mí.
—Kay, no lo hagas —amplificó entre dientes—. Si quieres te ayudo a escapar. Ya lo hicimos antes, podemos hacerlo de nuevo. Por favor, no lo hagas.
—¿Y qué haré después? ¿Dejarme morir en las montañas? —No me gustó como sonó mi voz. Se escuchó como si estuviera a punto de saltar de un edificio o me tomaría todo un frasco de pastilla para mitigar los pensamientos, o mi simple vida.
Stella ignoró mi pesimismo y afianzó la invitación a escapar.
—Vente conmigo.
—Es una locura —refuté en susurros.
Golpeó de un tirón mi cabeza.
—¡Locura es que te cases con Dominic a los veintiún años!
Estaba frustrada por mí y las decisiones que tomaban en mi nombre. No soportaba que alguien más decidiera lo que era mejor o no, siendo consciente de sus malas decisiones. Pero qué les importaba a ellos; no se casarían con él. Por primera vez quería sentir que tenía voluntad o derecho sobre mí. Y aunque intentaba ocultar ese malestar, los trozos de dolor quebraban esa máscara que creé para el resto del mundo.
Quité las manos de las suyas y enderecé mi espalda.
—Lo que menos quiero es pelear contigo, Kay. —Stella se levantó de la cama y colgó la mochila en su hombro izquierdo—. Cuando digas que sí frente a todos esos invitados mañana, será el fin. Se acabarán las esperanzas que aún mantengo en ti.
Se alejó de mi posición.
—¿A dónde vas? —curioseé.
—Necesito comprar algunas cosas antes del viaje. —Insertó sus pies en unos zapatos bajos y sujetó la manija de la puerta—. Piénsalo, Kay.
Stella se marchó y me dejó ahogada en un mar de dudas e irrompibles promesas. Quería escaparme y arrojar la corona por la ventana, pero no sería capaz de dejar a alguien esperando por mí o una nación que debía gobernar. Claro que deseaba con todas mis fuerzas abandonarlo todo y huir, pero eso solo me demostraría que era una cobarde que no tenía las fuerzas necesarias para afrontar sus problemas.
Las lágrimas que cada día quemaban mis párpados, no tardaron en aparecer, más fueron devueltas a la parte más recóndita de mis ojos. Inspiré profundo, cerré los párpados con fuerza y alisé mi vestido, lista para forjar de nuevo esa máscara protectora.
Caminé los pasos que me separaban de la puerta y salí de aquel lugar, dispuesta a afrontar los problemas que la sangrante corona colocaron sobre mi cabeza.
Al salir de aquella habitación, encontré a Tessa acercándose a la mía.
—Princesa, su prometido la espera en el salón.
No lo pensé demasiado y la seguí escaleras hasta el amplio salón.
Dominic se encontraba en el centro, con un sobre blanco en sus manos y la eterna sonrisa que nada ni nadie borraba de sus labios, aun cuando deseé estamparle un bate.
Era demasiado hermoso y reconfortante saber que alguien sonreía por mí, pero habría sido mejor si también sintiera eso por él. Quería imaginarme una vida donde él fuera ese esposo que toda mujer quiere, el que espera que llegue del trabajo, recibe con un beso y un abrazo o solo prepara la comida caliente que a él tanto le gusta.
Quería tatuarme esas imágenes en la cabeza, pero nunca podrían ser ciertas. Yo no estaba destinada a amar a Dominic, nunca fue así. Mi destino era lejos de él, y tarde o temprano, a costa de dolor, logré descifrarlo en ese vasto universo de mentiras.
—Dijeron que me buscas —pronuncié al acercarme.
—Sí.
Bajó la mirada a sus manos y frotó un poco el sobre.
—Para ti —articuló con el sobre ante mí.
Los tomé con temor, pero su contenido fue aún más aterrador. Dos boletos de avión de una de las mejores aerolíneas del país, estaban sumergidos en un fino trozo de papel. El destino se marcaba en grandes letras azules, junto a la hora de partida.
No había vuelta atrás. Era tan real como el fuerte pálpito en mi pecho.
—Salen pasado mañana en la madrugada, una vez termine la boda —comentó mi futuro esposo esperanzado—. Estaremos en Canadá al amanecer.
—Es grandioso —articulé al devolverlos—. Llévalos, no quiero extraviarlos.
Dominic abrió un poco sus labios, más no comentó nada. En su rostro noté que le dolía esa simple acción ejecutada por su futura esposa, pero eso no le arrebató la sonrisa del rostro. Estaba igual de emocionado que minutos atrás.
El regresó el sobre al interior de su chaqueta e inquirió:
—¿Estarás muy ocupada hoy?
—Sí —mentí sin titubeos—. Este es mi momento libre.
—Entiendo, Kay.
Dominic entendió y decidió marcharse.
—Supongo que te veré mañana —profirió con un beso en mi mejilla—. Es de mala suerte ver a la novia antes de la boda.
Emití una forzada sonrisa y observé como su cuerpo doblaba a la izquierda y desaparecía de mi vista. Me acerqué a la ventana y vislumbré su torso entrar a un auto de su familia, con el sello de su casa en la parte frontal. El resto se encontraba deambulando por los alrededores, siendo los invitados de honor.
Odiaba como me sentía lastimándolo, pero no podía obligarme a quererlo. Lo intenté, créanme cuando les digo que lo intenté, pero era demasiado difícil amar a alguien que nunca un amigo, conocido o siquiera una persona que veías con frecuencia.
Justo en ese momento entendí que en ocasiones somos la herida de alguien más; una sangrante herida que nunca cicatriza o deja de lastimarte el cuerpo.
Lo más cruel de todo, fue que lo peor aún estaba por venir.
¡Oh Dios Mío! dime que no se casa, dime que se escapa con Stella y que luego se consigue con Drake; dime que pondrá como prioridad su felicidad Aimeeee :c Según como Stella describe a Miller, lo hace ver como un papito lindo jajaja quiero que Kay piense en ella y no en los demás, quiero que no sea tonta y que se escape :c amé la frase del capítulo: «Si ya sabes lo que tienes que hacer y no lo haces, entonces estás peor que antes» está hermosa :3 me encanta eso de capítulos diarios jajajaja
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Jajajajaja
Te estás mal acostumbrando. Ya luego extrañarás cuando no los pueda subir.
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jajajajajaja me pondré en modo acoso real, si pasa eso en serio :v
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Excelente amiga!! la verdad me quede con algo de dudas XD ya que empeze la lectura desde el capitulo 5 jajajja, pero la verdad si me pondre al corriente con los capitulos anteriores
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Thanks so much ♥
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A veces siento que odio a Kay por su indiferencia hacia Dominic, entiendo que no lo ama... pero Dominic sufre :'(
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Que hará Kay? Ahora se esta poniendo interesante.
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