La avasallante maquinaria cultural mexicana nos ha dado personajes inmortales que viven en el inconsciente colectivo de toda la América latina, y sin duda alguna El Chavo del 8 es uno de los referentes culturales que con mayor profundidad está enraizado en varias generaciones de latinoamericanos.
Usted, amable lector, habrá de recordar, sin duda alguna, algún capítulo donde el niño de la calle, sin nombre, al que todos llaman simplemente “el chavo” --equivalente al “chamo” en Venezuela o al “chaval” es España o al “chibolo” en Perú o al “pelao” en Colombia-- le dice, ora a la disfuncional Chilindrina, ora al egoísta y deleznable Quico, la siguiente perla:
“La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”
Tal máxima es tal como buena. No se puede desdecir de ella un átomo, en su virtud y en su verdad, pues está cargada con todo cuanto de cristianos debe hallar en nuestro pecho hogar eterno.
No obstante, cavilando en una tarde ociosa donde quizá una pertinaz llovizna me trajo a la memoria recuerdos de momentos ya idos y desvaídos, di en la siguiente idea que espero que Usted, lector estimado, lector piadoso, lector bueno, tenga en merced considerar. Y es la siguiente:
No, señor Chespirito, no es la venganza --por sí misma mala y aborrecible-- la que mata el alma y la envenena, pues las leyes del siglo XX y del XXI han imposibilitado en gran medida la ejecución de la justicia en propia mano, como no sea por parte de gente vil y delincuente, hampones, malvivientes o gente carcelaria y malandril que, ya de por sí, están perdidos y tienen el alma envenenada y muerta; el común de las personas no tiene acceso a la venganza; si acaso a las leyes.
Pues descartando ese plato frío que no está al alcance de la gente temerosa de Dios, sino sólo de los dos extremos de la sociedad: uno, el del estado y otro el del hampa, llegué a la conclusión temeraria y altiva por la cual espero no ser condenado por pluma o espada:
“No es la venganza, sino la inflación la que mata el alma y la envenena”.
Porque destruye el valor del ahorro. Esa virtud que desde niños nos inculcó la sabiduría de nuestros padres, ahora no tiene valor alguno. ¿Qué valor puede tener guardar dinero cuando la taza de interés está muy por debajo de la inflación? El chanchito que de niños atesorábamos y que eventualmente alimentaría una primera cuenta de ahorros, o de cuyo vientre sonoro saldría un par de patines, se ha convertido en una entelequia sin asidero, un icono desleído, una figura votiva sin otra utilidad que la de su atávico simbolismo.
Y con la destrucción del ahorro como valor, viene la incapacidad de proyectar nuestros planes en el futuro. La incapacidad de proyectarnos a nosotros mismos en el futuro, a volar con nuestra imaginación y nuestro tesón hacia mejores playas: la casa, el apartamento, el carro, aquel pospuesto viaje o aquella computadora con una linda manzana mordida que emite una luz inquietante. Ya no puede uno decir “si reúno tanto cada cuanto, podré comprar una lavadora dentro de 9 meses”, “si sacrifico lo que gasto en naderías y corto una que otra esquina del menguado y exiguo presupuesto que como fiera en celo mi mujer tanto protege, podré alcanzar la cima añorada de una secadora”. No. Porque la inflación nos aleja la costa constantemente. Nadamos y nadamos hacia la orilla de nuestros sueños con los agotados y acalambrados brazos de nuestros sueldos. Pero la inflación, esa fuerza malsana que es la suma de todos los vicios que como sociedad exhibimos, nos aleja la costa cada vez mas, de modo que atrás queda el barco hundido del ahorro, y la costa de nuestras metas se pierde de vista mientras chapaleteamos hacía ella por un instinto de supervivencia, o simplemente para no hundirnos.
Al perder pues el ahorro su valor, y al quitarnos la capacidad de planificar a mediano y largo plazo, la inflación nos quita la ilusión de soñar y nos convierte en meros sobrevivientes. Ya no somos capaces de contestar la manida pregunta “¿dónde te ves de aquí a cinco años?”.
Lo anterior hace que el trabajo se convierta en una carga. Una carga que sólo sirve para sobrevivir y no para soñar ni construir.
Ahorro, metas, trabajo. Los pilares de la grandeza de una nación.
Y al quitarnos esos pilares, muere el alma, se envenena el alma de un país.
Por eso, Sr. Chespirito, no. No es la venganza (fuera de nuestro alcance) sino la inflación la que mata el alma y la envenena.
Primero, me encanta la forma en que escribes. Segundo, muy buena conclusión, es una de las cosas que me ha llevado como barco sin rumbo por meses. Honestamente no sé para que ahorro o trabajo, o vivo. Porque no logro proyectarme más allá de este fin de semana. Creo que es parte de las consecuencias de vivir en un país donde la inflación se lo traga todo.
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Estimada Kari. Gracias por apreciar el artículo. El mismo no es más que un ejercicio de escritura de una idea que me venía dando vueltas por la cabeza desde hace tiempo y decidí plasmarla. Pero levanta ese ánimo, que seguramente tienes cosas por las cuales luchar y la vida da mucha vueltas. Quizá —o aun sin quizá— la vida te depare un premio a tus esfuerzos más pronto que tarde.
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