(...)
Sin embargo, saltemos trescientos años atrás. Es el veintiséis de mayo de 1526. Otro insigne extranjero, también en viaje de Sevilla a Granada llega a este mismo lugar y relata la historia de los enamorados. Es un gran humanista del Renacimiento italiano y -también embajador- representa a Venecia ante la corte de Carlos V. Se llama Andrea Navagiero: “En la mitad del camino de Antequera a Archidona hay un monte muy áspero que se llama la Peña de los Enamorados, por lo ocurrido a dos amantes, que el uno era un cristiano de Antequera y la otra una mora de Archidona, que habiendo estado escondidos muchos días en aquel monte, hallados al fin y no pudiendo escapar, antes de verse separados y vivir el uno sin el otro, determinaron morir juntos, y subiéndose al más alto peñasco del monte, después de muchas lágrimas y lamentos por su adversa suerte, viendo ya cerca a los que les perseguían, abrazados estrechamente y juntos sus rostros se arrojaron de la cumbre dando así nombre a aquella montaña”. La leyenda tiene distintas variantes en lo que se refiere a los nombres e identidades de los protagonistas, pues hay quien dice que ambos enamorados eran moros de Archidona; pero en lo esencial todas coinciden: el amor y la muerte de aquellos románticos jóvenes.
Dos días más tarde Navagiero alcanza Granada, conquistada pocos años antes a los moros, conoce en los jardines de la Alhambra a Juan Boscán y le anima a escribir en castellano “sonetos y otras artes de trovas usadas por los buenos autores de Italia”. Aquel encuentro, casual y milagroso, cambió el rumbo de la poesía escrita en castellano. Enseguida Boscán y su amigo Garcilaso se pusieron a la tarea de “tentar este género de verso…”
Pero volvamos a la Peña de los Enamorados. Merece la pena acercarse especialmente en primavera hasta aquella pequeña pero imponente sierra, separada por el río Guadalhorce de las montañas cercanas. En la lejanía semeja la cabeza de un indio tendido. Estoy convencido de que cuantos han contemplado la Peña han sentido la tentación de llegar hasta la cumbre. Desde el lado de Antequera la ascensión es prácticamente imposible para el caminante. Un poco más adelante, justamente cuando las líneas de la carretera, el Guadalhorce y el ferrocarril se aprietan en lo más angosto del paso, hay un cortijo. Es el lugar adecuado para iniciar la ascensión a pie: el río puede vadearse, o salvarse por un puentecillo; luego hay una alargada, hermosa y generosa pradera, tal vez la misma en que se detuvo Washinton Irving; más adelante, antes de llegar a una cantera abandonada, se abre la vía de ascenso, que no ofrece más dificultad que la del necesario esfuerzo. La ladera está salpicada de viejos acebuches, que prestarán sombra cuando haya que recobrar fuerzas. Desde la altura se contempla la vega de Antequera, abierta en lontananza hacia poniente; al lado opuesto se divisa no lejos Archidona; y hacia el sur, montes y montes en escala.
No se ahorre el esfuerzo de subir hasta la cima para disfrutar del paisaje y valorar el arrojo enamorado de los amantes que se despeñaron por aquel farallón. Que, si ha sido previsor el viajero, bien podrá cuando descienda reconfortar su cuerpo y sosegar el espíritu como allí mismo lo hizo Washington Irving: “¡Qué sabrosísimas meriendas hacíamos sobre el florido césped, a la orilla de algún arroyuelo o fuente y a la sombra de algún frondoso árbol! Y después, ¡qué deliciosas siestas en nuestras mantas extendidas sobre la hierba!”.
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very good
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Sabrosa prosa @conversus.
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