La carta de Bukowski que lo convirtió en escritor
“Tenía dos opciones, quedarme en la oficina de correos y volverme loco… o salir y jugar a ser escritor y morirme de hambre. Decidí morir de hambre”.
El gran poeta maldito lo dijo, sin miramientos y sin reparar en los sueños destruidos que sus palabras causarían: las letras no son para cualquiera. Además de dirigirse a más de una generación de pseudoescritores que se disponían a gastar hojas, tinta y el tiempo de cientos de miles de personas que leerían palabras huecas, el escritor también elaboró su propio manual de aquello que un sujeto común debía hacer para convertirse en un gran escritor.
Probablemente inspirándose en sus años de juventud; llenos de excesos, desilusiones, sueños rotos, mujeres, incertidumbres y alcohol, Bukowski no hizo sino contarnos su propias desgracias a través de las letras. Como muchos grandes artistas, el estadounidense tardó en encontrar su camino. Hundido en la rutina y un trabajo que lo consumía, el artista recurría a las letras como un desahogo, en las que desataba su ira hacia una sociedad que lo maldecía día a día, y que finalmente se rendiría ante él. El éxito lo encontró a una edad avanzada, lejos de los años mozos en que soñaba con ser escritor, durante la cual los embates nihilistas eran constantes y cuando coqueteaba con la muerte y el alcohol.
Bukowski enfrentó la adolescencia sabiendo que quería ser escritor, aunque tras un par de artículos publicados, se decepcionó del mundo editorial. El golpe de realidad lo obligó a buscar un nuevo camino de vida, y recurrió al modelo tradicional. Tras saltar de un trabajo a otro, finalmente consiguió un puesto en la oficina de correo postal de la ciudad de Los Angeles. De día trabajaba en el correo, luchando por controlar el fuego interno que le incitaba a abandonar el modelo de hipocresía y esclavitud moderna. En su tiempo libre, daba rienda a una pasión que no había abandonado y que le servía como bote salvavidas. Publicaba en pequeñas revistas, escribía poemas y bebía.
En 1969, a los 49 años y una carrera documentada en los excesos, los escritos de Bukowski generaron interés en el editor de Black Sparrow Press: John Martin, quien se convertió en un personaje crucial en la vida de Bukowski, le ofreció un sueldo de 100 dólares mensuales de por vida para que abandonara su miserable trabajo y se dedicara a escribir. Bukowski, quien sólo buscaba una oportunidad para aislarse de un mundo egoísta, obstinado y estúpido, aceptó.
En menos de dos años, la editorial publicó su primera novela: El Cartero, la cual marcaría el despegue del escritor que en menos de 20 años se ganó el reconocimiento y la crítica de los expertos antes de morir de leucemia. Alejado de un mundo corrompido por falsos ideales, se permitió liberar la pluma, fluir con el acomodo de palabras y destruir las bases de una sociedad estadounidense que tambaleaba tras la década de los 60.
Diecisiete años después de renunciar al trabajo que lo volvía miserable, Bukowski le escribió una carta al hombre que le tendió la mano para vivir de la escritura. En un gesto sincero, de total humildad, el poeta maldito le agradece entre líneas a su antiguo editor por brindarle la oportunidad de cambiar su vida, de vivir de las letras y sobretodo de permitirle tener una “muerte generosa”. La carta, que forma parte del libro Reach for the sun: Selected Letters 1978-1994 resulta en un intrigante ejercicio introspectivo del escritor.
“12 de agosto, 1986
Hola John:
Gracias por la carta. En ocasiones no duele recordar de dónde venimos. Tú conoces los lugares de donde yo vengo. Incluso las personas que tratan de escribir de ello, o hacer películas, no lo entienden. Le llaman “De 9 a 5”. Nunca es de 9 a 5, no existe un descanso par comer, y de hecho, en algunos lugares no debes comer si quieres mantener tu trabajo. Luego existen las horas extras, las cuales nunca se registran correctamente en los libros, y si te quejas de eso, encontrarán a otro idiota que te reemplazará.
Tú conoces mi viejo dicho: “La esclavitud nunca fue abolida, sólo se extendió para incluir a todas las razas”.
Lo que duele es la pérdida de humanidad en aquellos que pelean por mantener trabajos que no quieren, pero que temen ante una alternativa peor. La gente simplemente se vacía. Son cuerpos con mentes obedientes y temerosas. El color se les va de los ojos. Su voz se hace fea. Y el cuerpo. El cabello. Las uñas. Los zapatos. Todo.
Cuando era joven no creía que existieran personas que dieran su vida por esas condiciones. Ahora que soy viejo, sigo sin creerlo. ¿Por qué lo hacen? ¿Sexo? ¿La televisión? ¿Un automóvil en pagos mensuales? ¿O los hijos? Hijos que sólo harán lo mismo que ellos hacen.
Antes, cuando era muy joven y saltaba de trabajo en trabajo, era lo suficientemente ingenuo como para decirles a mis compañeros: “Oye, el jefe puede venir en cualquier momento y corrernos, así de simple, ¿no te das cuenta?”
Sólo me miraban. Yo les decía cosas que ellos no querían dejar entrar en sus mentes.
Ahora, en la industria, hay muchos despidos. Los despidos se cuentan por cientos de miles y sus rostros siempre son de sorpresa:
“Estuve aquí por 35 años…”
“No es justo”
“No sé qué hacer…”
A los esclavos nunca se les paga tanto como para que se liberen, sino apenas lo necesario para que sobrevivan y vuelvan al trabajo. Yo lo veía, ¿por qué ellos no? Me di cuenta de que la banca del parque era igual de buena, que ser cantinero era igual de bueno. ¿Por qué no estar primero aquí antes de que me pusieran allá? ¿Por qué esperar?
Escribí con asco en contra de todo. Fue un gran alivio sacar de mi sistema toda esa mierda. Y ahora estoy aquí, como un “escritor profesional”, y después de los primeros 50 años, he descubierto que hay otros disgustos más allá del sistema.
Recuerdo una vez, cuando trabaja como empacador en una compañía de artículos de iluminación, que un compañero dijo de pronto: ¡Nunca seré libre”
Uno de los jefes caminaba por ahí, su nombre era Morrie, y soltó una gran carcajada, disfrutaba el hecho de que el tipo estuviera atrapado de por vida.
Así que la suerte de salir finalmente de esos lugares, sin importar cuánto tiempo me tomó, me ha dado una especie de felicidad, la felicidad del milagro. Escribo ahora con una mente vieja y con un cuerpo viejo, mucho tiempo después del que la mayoría de hombres pensaría en continuar con esto, pero dado que empecé tan tarde, me debo a mí mismo ser persistente. Y cuando las palabras comiencen a fallar y tenga que recibir ayuda para subir las escaleras y no pueda distinguir un azulejo de una grapa, todavía sentiré que algo dentro de mí recordará, sin importar qué tan lejos me haya ido, cómo llegué en medio del asesinato, la confusión y la pena, hacia, al menos, una muerte generosa.
No haber desperdiciado por completo mi vida, parece ser un logro, al menos para mí.
Tu muchacho
Hank”.
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