Al final, o cerca del final, de toda historia, de toda experiencia humana ocurre que siempre hay un volver, un querer regresar al principio para ver cómo y de dónde partió todo. Entonces es que descubrimos – en ese momento y no antes de cuando se vuelve al principio –, que en algún momento hubo y existió un quiebro y todo cambió de imprevisto y no supimos darnos cuenta, o no quisimos atrapar ese momento, ese instante para paralizar el tiempo e impedir que todo o nada cambiara, es en estos momentos también cuando aparecen éstos nuestros gestos de cobardía a los que no sabemos enfrentarnos para al final acabar muriendo con ellos, o por ellos. Todo ocurre como si hubiéramos saltado una página de nuestra vida en la cual consciente o inconscientemente decidimos dejarla atrás por algo que nunca nos quedará suficientemente bien explicado en nuestra propia mente; algo se rompió en el tiempo, algo no se hizo, algo no se dijo, algo se olvidó o simplemente de algo no supimos o no quisimos saber; después son los años – la memoria nunca olvida y menos aún perdona cuando esa puerta queda abierta no sabiéndose nunca si para volver a entrar o quizás para no salir de ella -, los que dictarán sentencia e invitarán a la sonrisa leve y de añoranza como gesto dulce de que toda ausencia a veces también crea presencia.
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