Evangelio según san Mateo |
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Lunes de la 10.ª semana del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo,
iendo Jesús las gentes, subió a un monte¹, y después de haberse sentado, se llegaron a él sus discípulos.
Y abriendo su boca, los enseñaba, diciendo²:
Bienaventurados los pobres de espíritu³, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados los mansos⁴, porque ellos poseerán la tierra⁵.
Bienaventurados los que lloran⁶, porque ellos serán consolados.
Bienaventurados los que han hambre y sed de justicia⁷, porque ellos serán hartos.
Bienaventurados los misericordiosos⁸, porque ellos alcanzarán misericordia.
Bienaventurados los de limpio corazón⁹, porque ellos verán a Dios.
Bienaventurados los pacíficos¹⁰, porque hijos de Dios serán llamados.
Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia¹¹, porque de ellos es el reino de los cielos.
Bienaventurados sois, cuando os maldijeren, y os persiguieren, y dijeren todo mal contra vosotros, mintiendo, por mi causa.
Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón muy grande es en los cielos; pues así también persiguieron a los profetas, que fueron antes de vosotros.
¹ San Jerónimo cree, que este fue el Tabor o algún otro monte de la Galilea.
² En este sermón, que hizo el Señor al pueblo que iba en su seguimiento, se encierra toda la perfección de la vida cristiana. No se convienen los intérpretes sobre el tiempo en que Jesús pronunció esta admirable doctrina.
³ Esto es, los que son humildes en su pobreza; los que son pobres de corazón y de voluntad; los que se humillan delante de Dios, mirándose como verdaderos pobres en su presencia; los que todo lo esperan de su bondad, y oyen con temor respetuoso sus palabras. De la herencia que toca a éstos, son excluidos los que alimentan un espíritu orgulloso y un corazón lleno de soberbia, que tienen puesto únicamente en las cosas de la tierra.
⁴ Por mansos se entienden aquí los que con humilde paciencia sufren las persecuciones injustas; los que no tienen rencillas ni contiendas con otros por cosas temporales; últimamente aquellos en quienes habita el Señor por la dulzura y unción de su espíritu.
⁵ La tierra que el Señor promete es la de los vivientes, como dice David en el Sal 26,13. Es aquella ciudad santa y dichosa, cuyo fundador y arquitecto es el mismo Dios.
⁶ En el texto griego precede esta bienaventuranza a la que acabamos de explicar. Son bienaventurados, los que llenos de amargura y tristeza lloran sus pecados, o los de los otros; y de estos será el consolador el espíritu de Dios aun en este mundo, y después participarán de la plenitud de su alegría y de su gloria.
⁷ No basta, dice San Jerónimo, desear simplemente la justicia; es necesario tener hambre y sed de ella; esto es, amar y buscar con el ardor posible todo aquello que hace justo al hombre delante de Dios. No se comprenden aquí los que olvidados de su propia justificación, muestran un grande celo y ardor de hacer justos a sus prójimos; los que tiene dos pesos y medidas, la una para sí mismos, y la otra para los otros, (Prov 20,10), sino aquellos, que al paso que trabajan en la justificación de los otros, procuran más y más arreglar sus costumbres y vida a la ley eterna e inviolable del Señor; pues estos lograrán una hartura cumplida en la mesa del Esposo celestial.
⁸ Esta misericordia no solamente se extiende a hacer limosnas a los pobres, sino también a sobrellevar los defectos de los otros para cumplir la ley de Jesucristo, como dice San Pablo (Gál 6,2), a perdonar a nuestros hermanos, como queremos que Dios nos perdone, y a socorrerlos en todas sus necesidades de alma y cuerpo.
⁹ Los que tienen un corazón sencillo; los que por medio de la oración y humilde confesión de sus faltas purifican los ojos de su corazón, estos son los que verán a Dios.
¹⁰ Los que trabajan primeramente en mantener la paz en su corazón, y después en procurar que se conserve entre sus hermanos; y sobre todo en reconciliarlos con Dios, cuando han pecado.
¹¹ Por causa de justicia, o por defender la justicia. La perfección consiste no solamente en padecer, sino en padecer injustamente, y por el nombre de Jesucristo; y en que cuando se nos persigue de este modo, suframos no sólo con paciencia, sino con alegría. Es cosa muy rara, dice San Jerónimo, ver a un hombre que lo despedazan en la reputación, alegrarse al mismo tiempo en el Señor. Y San Bernardo añade, que esta octava bienaventuranza era como la prerrogativa particular de los santos mártires.
Traducción tomada del Tomo I del Nuevo Testamento, de la Biblia de Scio