En Castropetre no había ni iglesia ni cura a pesar de que todos eran cristianos, católicos. Deseaban tener servicios religiosos como cualquier otro pueblo. Evidentemente yo no podía ejercer de cura pero sí podía dedicar, dentro del horario lectivo, alguna clase extra para enseñar Historia Sagrada: lo más importante de las Sagradas Escrituras, y también catequesis de la doctrina cristiana a los niños cuyos padres deseaban que sus hijos hicieran la primera comunión, y comuniqué a los padres que impartiría algunas clases de Religión Católica, parte del programa dictado por el Ministerio de Educación y además la catequesis para los de la Primera Comunión, a lo que no solo no pusieron ninguna objeción sino que aplaudieron mi iniciativa.
Cuando llegó el mes de mayo, los montes se vistieron de colores, de todos los colores del espectro del arco iris. Se me ocurrió insinuarle a todos los niños que recogieran flores todos los días, y que pondríamos flores en un pedestal. Las niñas tenían más sensibilidad para recoger los ramos más bellos y ponerlos en un cacharro para adornar una estampa, única imagen de la Virgen María que pude encontrar. Hubiera preferido una estatua con un rostro celestial pero tuve que conformarme con lo poco de lo que disponía: solamente una estampa. Aquel mes de mayo -antes de despedirme del pueblo, porque el curso siguiente iba a dejarlo para ir a otro pueblo de la provincia- fue glorioso. Entre lo que enseñé, además de algunas canciones y oraciones, fue que a veces ni siquiera es necesario recitar una oración decretada por la Jerarquía Eclesiástica, sino que para hacer oración y ponerse en contacto con la Divinidad puede incluso bastar la intención. Y mejor todavía una oración sencilla inventada al uso e improvisada en el momento. Hablar con Dios, o con la Virgen María es hablar con amigos cercanos que nos escuchan en nuestro interior. Les enseñé que la Doctora de la Iglesia Santa Teresa de Jesús decía algo muy singular, que estar cocinando un guiso podría convertirse en devota oración ya que insistía en que: “entre los pucheros anda el Señor”
Al final de la clase hacíamos una oración una canción y una ofrenda floral a la Virgen María,
y yo compuse esta espinela corroborando y poniendo en práctica lo que les había enseñado. A la ofrenda floral del mes de mayo -se corrió la voz de que era singular, emotiva y espontánea- se sumó todo el pueblo, hombres, mujeres, ancianos y los niños y niñas de la escuela en aquel habitáculo de tablas y suelo de la misma tierra y la misma roca que nuestras montañas.
Los pocos hombres que había en el pueblo no tenían más diversión que jugar a los bolos en el único espacio entre dos calles. Cuando empezábamos a cantar una cancioncilla religiosa, todos los hombres dejaban de jugar a los bolos y se unían a los niños al terminar la escuela porque les encantaba el acto de oración, en el mes de mayo, con las ofrendas florales.
La décima o espinela decía así:
Décima a la Virgen
No sé qué tienes María
en ese rostro sereno,
que siempre lo encuentro lleno
de simpática poesía.
En singular armonía,
eres un jardín florido,
siendo tus ojos el nido
y tu carita la fuente,
donde con sed el doliente
a beber siempre ha venido