Billar

Cuando en mi adolescencia transitaba el colegio secundario, aprendí algunos secretos de ese apasionante juego de salón. Por entonces yo asistía a un colegio de curas salesianos y en una habitación de grandes dimensiones que lindaba con el patio y cancha de fútbol (cumplía ambas funciones) había una buena variedad de estos juegos: metegol (futbolito), tenis de mesa o Ping-Pong como lo llamábamos por entonces, tejo, billar de hongos y billar de carambolas o billar a secas. Le decíamos "ateneo" y solo estaba habilitado los viernes a la tarde después de clases, los sábados por la tarde y los domingos hasta el almuerzo. Los curas no querían que estos juegos nos distrajeran de nuestras tareas diarias, pobres, nunca sospecharon de la televisión primero, de las computadoras luego y de los teléfonos inteligentes más recientemente.

Aprendí a jugar razonablemente bien y lo practicaba seguido, tanto en ese lugar dentro del colegio como en un bar que estaba a un par de cuadras de allí y equidistante a mi hogar que tenía un par de buenas mesas en sus instalaciones.

No sé bien el motivo pero por aquellos años estuvo muy de moda, había lugares casi exclusivos para practicar este juego.

Recuerdo en el centro porteño lugares que fueron famosos como la Confitería Richmond que en su subsuelo tenía más de una docena de mesas, algunas de gran calidad con su paño calefaccionado y donde se jugaban grandes campeonatos y exhibiciones. La Academia, un tradicional bar que estaba sobre la Avenida Callao muy cerca de la Avenida Corrientes y donde también se juntaban muchos billaristas de categoría. El club argentino de billar daba clases y organizaba torneos y por último el Bar 36 Billares sobre la españolísima Avenida de Mayo.

Con el paso del tiempo el juego también pasó de moda como muchos otros, de todos los lugares que mencioné solo se mantiene el 36 billares aunque no llega a esa cantidad de mesas, tampoco sé si alguna vez las tuvo porque no fui a jugar allí hasta que cerraron las otras, entre ellas mi preferida, la Confitería Richmond donde alternaba este juego con el ajedrez, una gran pasión que quedó guardada en los pliegues del tiempo.

Por lo que me contaron algunos apasionados de este juego, no se sabe cuál fue su origen pero si que ya se jugaba en el antiguo Egipto. Consiste en tres bolas (antiguamente se hacían de marfil), dos de color blanco o amarillo y una roja, para distinguir entre las dos del mismo color una tenía un par de pequeños puntos. Juegan habitualmente dos jugadores y el objetivo es hacer chuzas o carambolas pegando con su propia bola a las otras dos, impulsada por un taco o palo con una punta de cuero a la cual se le adhiere tiza para evitar que al pegar resbale por la superficie lisa de la bola; el que más carambolas consigue en un lapso de tiempo o el que llega primero a una cantidad establecida de antemano gana el juego.

De esta modalidad básica luego derivaron unas cuantas variantes: 4 bolas, casin o casino, billar de hongos y el billar de troneras más conocido en la actualidad como pool.

Muy de vez en cuando con un amigo que tiene tantos años o más que yo y que también vivió esa época donde se hizo tan popular, vamos a jugar al único lugar (al menos el único que nosotros conocemos) donde aún se puede: Los 36 billares.

Recuerdo en alguna oportunidad haber asistido en ese lugar a exhibiciones de un gran campeón argentino cuyo apellido era Navarra, poseía una técnica depurada, con un gran control de los rebotes, de los efectos, de los ángulos, un perfeccionista que antes de comenzar a jugar se pasaba mucho tiempo haciendo rebotar una bola contra todas las bandas, tomaba la temperatura del paño y elegía entre una gran cantidad y variedad de tacos que llevaba consigo.

La fotografía del almacén de Don Manolo es de mi propiedad.

Héctor Gugliermo

@hosgug