Había hace tiempo un país que ya no figura en los mapas. Muchos exploradores habían intentado dar con él, pero sus esfuerzos no tuvieron éxito. Parecía que el mar se lo había tragado o que se había desvanecido como el vapor de agua. Yo, por mi parte, después de hojear un sinfín de enciclopedias e inquirir otros tantos atlas, no me topé siquiera con su nombre. Tampoco se conserva ningún dato sobre los seres — humanos o no — que poblaban los arcanos de esta tierra, pero sí se da cuenta de uno de sus caprichos legislativos en el apéndice del único libro que ratifica su literatura: «Historia nacional de ¿...?». Al parecer estos habitantes de lo misterioso tenían cierta fijación por decretar leyes de lo más extravagante. La única que se conserva le causaría estupor incluso al menos impresionable:
«No está permitido poseer espejos: cualquier espejo que se encuentre será destruido.»
A priori podríamos pensar que los legisladores del país detestaban la idea de que el pueblo al que gobernaban se ensoberbeciese ante su reflejo, pero no es este el caso. Hay un comentario escrito a mano al pie de la ley — cito textualmente:
«El sexo multiplica a los hombres, pero los espejos multiplican las ilusiones de los hombres. No podemos permitir en nuestra conciencia colectiva tantos espejismos. De igual forma que un espacio físico tiene un aforo limitado, una conciencia también.»
Ciertamente, producir ilusiones era un crimen castigado con la destrucción absoluta. Los espejos eran, ante sus ojos, una abominación. Esos extraños legisladores igualaban la idea de existencia a la idea de tangencia. Es decir, para ellos solo existía aquello que podían tocar. La pintura existía, pero apenas conseguían desentrañar su belleza por medio del tacto. Algo similar ocurría con la música. Había pianistas excelentes entre los habitantes de aquellas tierras, pero tenían más de autómatas que de artistas. Podían interpretar a Beethoven con una técnica impecable, pero todos esos acordes no formaban parte de su realidad. No podían palpar la música con la yema de sus dedos, así que no existía.
Esta creencia llevó el pais a su propia perdición. Todo aquello que no podían tocar no tardó en desaparecer: la justicia, la belleza, la bondad, la amistad, la paz, la inteligencia, la solidaridad, el amor... El país se sumió en el caos absoluto y todos sufrieron en sus carnes dos cosas que sí eran tangibles: el hierro y la pólvora. Una vez muertos todos los criptócolas y descompuestos sus cadáveres, la tierra que los había visto florecer se desvaneció; tras el óbito, ya no podían tocarla.
- Hyperion
Una obra de arte. Un placer leerte!
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El placer es mío :)
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Soy nuevo en Steemit y me he dedicado a subir poemas que yo escribo. Nunca imaginé que un lugar como este sería el indicado para leer tantas letras y de calidad. Ojalá puedas seguirme y si te agrada alguno compartirlo. De ante mano te acabas de ganar un follow
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Gracias por tu comentario, tus poemas prometen!
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