Después de una pausa de unos días sigo publicando, por entregas, mi novela El Baco, Cap 59F

in spanish •  8 years ago  (edited)

—¿Qué abogado? —se sorprendió el viejo. A Emilio le vino una ráfaga por la que intuyó que había de tener más cuidado, pues su terreno era resbaladizo.
—Bueno, el que tradujo los pergaminos, que no sé exactamente…
—Ya le dije a Pablo, cuando le regalé el cuaderno, que era mi cuñado, en paz descanse, el que se pasaba las horas muertas leyendo y escribiendo, pero le truncaron el trabajo; y menos mal que cuando expoliaron todo…
Emilio recordaba la conversación de la barbería. Durante este silencio en brevísima pausa, dirigió la mirada a la sala de enfrente, pues la puerta había quedado semiabierta al entornarla; y siguió hablando sin pensar lo que decía:
—Las guerras no traen más que calamidades —se obnubilaba Emilio en sus palabras, pues el tictac de un maldito reloj viejo, que adornaba la cómoda sobre pañito blanco, labor de bolillos en bucles huecos almidonada, se le espetó en el entrecejo.

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No tuvo más remedio que detener el ímpetu de destriparlo cambiando la mirada, pero siguió aturdido diciendo—: cuando los falangistas le expoliaron a usted todo, debió de ser muy duro... Y todo, por ser republicano. En España nunca se ha podido expresar lo que se piensa, ya me lo decía mi padre que también era catedrático... —presumió Emilio. El Viejo Honorino lo miró de lado:
—¡No hombre, no! Yo no era republicano; yo no era de nada, sólo de mi trabajo; en todo caso, de ser algo... de derechas, que estoy bautizado y me casé por la Iglesia. El último republicano que había en el pueblo era Ceferino, por cierto una buenísima persona. Ya se lo conté a Pablo con todos los pormenores. Decía Ceferino que su abuelo nunca pudo ver a los reyes de España porque eran absolutistas. A mí me da igual los que manden, con tal de que nos dejen tranquilos, que ya hemos tenido que pasar muchas calamidades.
Emilio ya no se atrevía a seguir entresacando retazos de palabras por miedo a dar martillazos fuera del clavo. Como ya había empezado a hacerlo y no salían más que jirones, prefirió que Honorino fuera quien tomara la iniciativa. Como se produjeron unos segundos de violento silencio, no tuvo más remedio que seguir por donde pudo:
—Y el retablo, ¿puede usted tener idea de una pista, para sacarle una foto y estudiarlo en la Universidad de Granada, junto con el arte Islámico?

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—Ya le dije a Pablo que ni rastro. Ahí en la catedral del vino está el sitio que dejó vacío, pero nada más. Lo único que queda es el cuaderno que tiene Pablo, que será el que usted ha leído.
Emilio se dio por satisfecho con esta información y decidió despedirse, no fuera a torcer las cosas; ahora que estaban encauzadas ya hilaba lo importante: Clara tenía el cuaderno que Pablo había llevado de León, pero no podía entender cómo sin tener ningún dato, había llegado Pablo a la bodega de Honorino; tampoco quiso preguntarle al viejo por si seguía metiendo algún gazapo, no fuera a descubrirle en un «renuncio»; y concluía que los pergaminos que buscaba la policía, naturalmente, Pablo debía de guardarlos. Antes de despedirse, pues aceptaba la idea de que poco más podía sacar de lo que ya se había enterado, le dijo:
—Habiendo llegado a Málaga, escribiré a Pablo y le diré que hice una visita a don Honorino: le mandaré recuerdos suyos —Emilio decía esto sin saber todavía qué tipo de relación unía a Pablo con el Viejo.
—Recuerdos míos y de Domitila, por supuesto —continuó Honorino—, y de mi hijo y mi nuera. Es una lástima que no tenga usted ocasión de conocerlos, para eso tendría que ir a La Coruña porque no vienen más que una vez al año o, a lo sumo, dos.
Siguió engañando Emilio al pobre leonés inocente:
—Ahora me va a ser imposible porque el lunes empiezo a dar clases, pero quizá antes del verano, o en el mismo verano, lo más tarde, me pase por Galicia. Si me da la dirección de su hijo, podré saludarlo e incluso invitarlo a donde quiera, como prueba de agradecimiento hacia su padre por la acogida que he tenido.
Honorino se recompuso la dentadura postiza con muecas violentas de todos los músculos de la cara, y dijo después de intentar sonreírse satisfecho:
—Apunte, apunte usted, que le doy la dirección de la notaría, porque él siempre está trabajando y ella nunca para en casa; como además es la presidenta de unas cuantas instituciones benéficas... Apunte —Emilio se dispuso a copiar al dictado—: Honorino Acebes Llamazares... —Le dio la dirección de la notaría, y siguió diciendo—: no puede marcharse de mi casa sin haber visto la catedral del vino —se levantó y se acercó a la escalinata: balaustrada de nogal y hierro forjado, en la que relucen los esféricos pomos lustrosos, que cada semana limpia lentamente Domitila con unos polvos de limpiar oro, y le saca brillo con una bayeta de lana de sus ovejas. Observó Emilio que Honorino arrastraba los talones de los zapatos y daba los pasos cortos y lentos. Con voz temblona voceó sin fuerza, mirando al hueco de las escaleras:
—¡Domitila! Voy un momento a enseñarle a este señor la bodega.

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