El enigma de Baphomet (109)

in spanish •  7 years ago 

En la última caminata, cerca de Barcelona, perdí la senda y tuvimos que sortear toda clase de malezas. Áureo me miraba sin quejarse, pero el esfuerzo había sido tan grande que caminaba cojo. Llegamos al puerto tan cansados, que Áureo trastabillaba en las losas del empedrado;

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y, además, había perdido las herraduras. El bullicio era ingente entre la maraña de carretas y animales de carga llevando y trayendo toda clase de bultos y mercancías pesadas que, al pasar, con el roce lo hacían tambalearse. Paré a herrarlo en un potro donde erraban los caballos de los picapedreros que levantaban una gran iglesia, muy cerca de la playa.
En el puerto nadie me daba referencias de Rechivaldo. Hacia Roma no había partido ningún barco desde hacía semanas. Aquella misma mañana habían salido barcos rumbo a Constantinopla, Alejandría, Túnez y Chipre. En el único que se habían cargado dos caballos y una yegua negra era en el de Chipre.
Al lado de la ermita del puerto estaban amontonadas las pacas de lino, toneles y cántaros de aceite para llevarlos a Chipre en otro barco, pero tenía que esperar dos días. Intenté negociar con el patrón el trasporte de Áureo, haciéndome yo cargo de la paja para sustentarlo y el alquiler de la bodega y su limpieza. Pero cuando vio que cojeaba se negó en rotundo y no aceptaba dinero. Subí hasta agotar, en una subasta en la que pujaba yo sólo ante el patrón del barco, una buena cantidad de las monedas de oro que llevaba, pero no hubo manera. Aquel patrón, no cabe duda, entendía de caballos.
Tal y como anda —me decía sin dejar de observar su cojera—, tiene que almacenar mucho pus debajo de la pezuña, y si no lo curas se morirá en unos días.
Me vi obligado a someterme y sonreírle porque era el único barco que saldría hacia Chipre.
Tenía que vender a Áureo antes de embarcarme. Lo llevé a la tapia de enfrente y lo até a la argolla al lado de unas mulas que también se vendían. Cuando estaba mirando a la pared, volvió la cabeza agachada y me miró con tal tristeza que parecía que se me partían el esternón y las costillas contagiándome la pena.
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Después de darle hierba y agua, compré una fardela de lino doble con agujero en medio para meter la cabeza y llevar sobre mis hombros el oro y los pergaminos. También compré una capa de cuero que me haría falta en el barco. Volví hacia el patrón a pagarle el pasaje. No podía quedarme en tierra. Aquella noche húmeda y fresca la pasé al raso, al lado de Áureo, que se echó a mi lado; y el calor de su barriga y la capa me permitieron dormir y descansar del largo recorrido. Ni un solo comprador había salido. Nadie preguntaba ni siquiera el precio. Por la mañana me sorprendió la amabilidad de un barcelonés al que había preguntado el día anterior por Rechivaldo. Venía con un hombre negro buscándome, sólo para comunicarme que sí, que aquel africano le había vendido su puesto en el barco con rumbo a Chipre por el doble de lo que a él le había costado, que iba repleto de personas, caballos y mercancías, y que se embarcaría conmigo y con su caballo en mi misma nave. Rechivaldo estuvo preguntando por una galera que saliera hacia Roma, pero ya hacía días que no salía ninguna. En Chipre, donde quedarían enclaves templarios que todavía no habrían sido destruidos, nos veríamos.
Quise pagarle al barcelonés, con una moneda de cobre, la información que me daba, pero me la rechazó de plano.
—Mis padres_***(Nota) —se puso muy digno cerrando los ojos— me enseñaron que los favores no se pagan.
Se la di al del pelo crespo y grandes ojos blancos, quien, tras mirarnos repetidas veces, como asustado, la tomó de buen grado y la metió en la alforja. Era la última que me quedaba, así que me fui a un puesto de otro barcelonés gordo, sentado en una banqueta como si fuera un banquero de la ciudad de San Marcos de Venecia, que chapurreaba todos los idiomas para hacer cambios de dinero. Por una moneda de oro me llenó la faltriquera de pugesas de cobre.
En el trasiego del puerto y su tinglado anejo, entraban y salían carros tirados por bueyes, carretas de caballos con mercancías pesadas, toneles o hatijos de herramientas, piedras talladas para obras y estatuas esculpidas, alijos, mulas y burros trasportando sacos en los lomos, con las alforjas llenas. En el bullir desordenado, unos pedían paso, otros azuzaban a las caballerías con los lomos estirados para sacar las ruedas de un atasco; también restrallaba en el aire algún que otro trallazo en las grupas de unas caballerías remisas. El griterío del mercado comprando y vendiendo era tal que para entenderse había que hablar a voces.

***(Nota)
El manuscrito dice: “Eros meus pares...” Esto no es catalán correcto, pero, a saber cómo se hablaba entonces. Y a saber, también, lo que Martín oyó a aquel paisano o quizás payés de Occitania.

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Que buen post amigo, te sigo. Estoy ya a la espera de que subas muchos más ❤👌

Es una novela histórica que estoy informatizando por entregas para los colegas steemians. Ya he entregado cinco capítulos. En papel pesa un kilo y es muy cara, 24 euros.