Yo, al verlo, verifiqué una vez más que sus sentimientos eran auténticos y buenos, que había dejado el oro del Temple para que mi propio hijo y Gelvira —ya que yo no había vuelto de mi periplo, y nadie sabía de mi paradero—, tuvieran renta suficiente para abordar la vida. Y él se había conformado con labrar las murias de un campo del obispo y haber explotado los dones del oído y de la voz única que Dios le había dado, y los había aprovechado para preservarse y librarse lícitamente de la muerte. ¿Quién, sino sólo Dios le había concedido aquella voz y aquella suerte? La cabeza me hervía, no podía contenerme.
Una comezón me carcomía las entrañas intermitentemente, pensando en lo que ya no podía solucionarse por más arrepentimiento que tuviera.
Me asaltó otra vez la idea de colgarme. Ahorcarme allí mismo, en las murias de Rechivaldo, cuando me despidiera;
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que Blanco relinchara al verme balanceándome en el aire, como único testigo de mi muerte, delante de sus ojos, suspendido de la rama más gruesa,
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haciendo un nudo corredizo con las riendas del caballo, a la sombra del árbol, para que no acudieran las moscas, hasta que Rechivaldo me viera al salir de casa y me diera sepultura, porque estaba seguro de que Rechivaldo lo haría llorando y rezando, por si acaso. Quisiera que alguien rezara por mi alma por si quedara un resquicio de Dios misericordioso. Pero no se lo confié a Rechivaldo porque trataría de evitarlo a toda costa y no me dejaría solo.
Me vino a la mente lo que en Asia me decía Omega para distraer nuestras tribulaciones: “Hoy día, en las escuelas de Europa, está de moda, entre los físicos, imaginar a Dios y probar su existencia; y esa moda se contagia a los filósofos que son los que escriben de estas cosas”.
Seguí contándole:
—Un día, en Karahung,
mirando las estrellas con Alfa y Omega, me decían lo mismo que tú ahora: que nuestras calamidades eran pensadas por la Divina Providencia, pero yo les argüía que los físicos y científicos viven tan a gusto diciendo todos lo mismo. Es la moda de la que nadie se libra, y se creen que esa es la verdad sempiterna. Sólo los más ignorantes y engañados hemos llegado a la conclusión de lo contrario. Pero puede ser que llegue el día en que la moda se dé la vuelta y se piense al revés que ahora, y que todos, hasta los astrónomos que no cesaban de mirar por los ojos de las piedras horadadas y son los más sabios del mundo, digan todo lo contrario: que Dios no existe, que no hace falta para explicar el universo, precisamente por no haberlo encontrado entre las estrellas o mucho más lejos de las estrellas, donde no sabemos lo que hay; y que los que crean en Dios sean los más ignorantes y supersticiosos. Imaginar a Dios es muy fácil al ver las cosas, al sentir el aire, al quemarse con el fuego, al analizar la vida de los animales y las plantas, y al contemplar el firmamento, sobre todo cuando lo observamos en una noche oscura y estrellada; y un filósofo como ese Tomás de Aquino puede transformar la imaginación de cualquier ignorante en prueba contundente o en demostración matemática. Pero todo se reduce a imaginación tanto del ignorante como del docto. Yo puedo imaginar ahora, o los dos juntos podemos imaginar que Gelvira entra radiante por esa puerta dándonos la sorpresa de que está viva y con un letrero en la frente diciendo: “Mi presencia aquí es la mayor prueba de que Dios existe”. Es fácil imaginar la existencia de Dios, te digo; y sin embargo, qué difícil es imaginar la inexistencia. Es muy fácil imaginar que, de repente, se me pone la cara y la pierna igual que las tenía antes. Imaginemos o no imaginemos a Dios, si existe, existe; y habrá existido siempre. Y si no existe, no habrá existido nunca independientemente de nuestro pensamiento.
Rechivaldo intentaba convencerme:
—Tú mismo te estás contradiciendo. Es mucho más fácil imaginar una prueba de la existencia de Dios que imaginar una prueba de la no existencia. Por eso el ser humano está condenado a creer en Dios o a desesperarse.
—Mira, Rechivaldo: Dios existiría si mañana Gelvira apareciera viva y pudiéramos pasar juntos el resto de nuestras vidas. Me decía Alfa, que, cuando los físicos se preguntan el porqué de cualquier cosa de la naturaleza, es el mismo pensamiento que ha hecho concebir a Dios. Allí, en Karahung, observando el movimiento de las estrellas con las piedras alineadas en la colina, me decía un astrónomo paisano de San Pablo que todo está en movimiento, aunque parezca que sólo se mueve la luna, y concluía que lo que se mueve, al mismo tiempo que se mueve, se está alejando, y, si el sol y la luna y las estrellas se mueven, nosotros nos movemos con la tierra aunque no nos demos cuenta. Y, si nos movemos, nos alejamos, porque todo lo que se mueve se aleja. O sea, que todo se mueve y todo se aleja; y si se aleja, se aleja de algo. Y si se aleja de algo es que antes estuvo junto a ese algo. Así que tuvo que haber un momento que todo estuvo junto, junto, junto, junto. Y cuando todo estuvo absolutamente junto, fue el principio, y si hubo un principio, tiene que haber un fin. ¿Ves qué fácil es imaginar el principio y el fin de todas las cosas? Por eso, ellos, para ocultar sus nombres, se pusieron Alfa y Omega. Porque decían que imaginar es lo mismo que demostrar. Al fin y al cabo todo sale de la misma cabeza. Es lo mismo que imaginar a Dios omnipotente creador de Cielos y Tierra. Lo que ya me es más incomprensible es que premie a los buenos y castigue a los malos. ¿Quién es bueno y quién es malo? Creamos en Dios o no creamos, la gente buena hará cosas buenas y la gente mala hará cosas malas. Es inconcebible que la gente mala haga cosas buenas, porque entonces ya no sería mala. Pero lo que sí podemos concebir es que la gente buena, de vez en cuando, haga cosas malas; y eso sólo puede ser si Dios existe. Es el único resquicio que veo para concebir la existencia de un Dios Omnipotente pero no misericordioso, porque, vaya gracia: que exista Dios para que los buenos hagan cosas malas.
Imaginar a Dios es fácil porque el poder de la imaginación es infinito. Lo imposible es imaginar la nada, porque, si la imaginas, esa imaginación ya es algo. Lo imposible es imaginar la nada sin un Dios que la haya hecho. Las pruebas de Tomás de Aquino de que Dios existe son imaginación, en todo caso, que por lo tanto no prueban nada. Ya te digo que la única prueba de que Dios existe sería que Gelvira estuviera viva.
Sigue tu camino, Rechivaldo, y, en tus oraciones del coro de la catedral, rézale a Dios por mí, por si acaso. Y guárdate bien, no sea que alguien te delate, y no te fíes de nadie, ni del que parezca más bueno, porque se escudará en que es la voluntad de Dios que, creyéndose bueno, le ha permitido Dios hacer algo malo: delatar que has sido templario. Y tú pasarás, en un instante, de ser bueno, a ser malo.
Yo me esconderé en el monte y viviré con los lobos. Intentaré acercarme a los amigos domesticados de Cerecinos y Matalobos, que no es que matara lobos ni nada parecido, como se ha dicho, sino que su abuelo nació en una choza al lado de una mata donde una loba parió lobeznos: la mata de lobos, por eso su apellido... Me acercaré lo más que pueda al convento, entre los árboles, para ver a mi hijo desde lejos, jugando en la huerta y en la granja. Y cuando sea mayor le pediré perdón por la muerte de su madre.
Rechivaldo no me decía nada; sólo lloraba y lloraba al escucharme y tuve que consolarlo.