—¿No puedes leerme los escritos? —le dije.
— ¡Oh la, -la, mon petit! —me decía sonriendo—. A ti no te interesan. A nadie más que a mí me interesan los cuadernos de las guerras militares; y los pergaminos están escritos en latín muy antiguo y en lenguas conquistadas por mis antepasados. Ni yo ni tú podemos entenderlos. No tienen ningún valor, mon petit. Sólo los guardo porque prometí a mi madre moribunda que no me desprendería nunca de ellos, porque siempre lo habían ido prometiendo desde siempre a los que se morían, desde el primer Capitán Gustave Counillac del ejército de Napoleón Bonaparte hasta mis padres. Y los uniformes ya son piezas de museo que no las vendo por nada del mundo. Ya a mis padres les ofrecieron mucho dinero por ellos y siempre dijeron que sólo lo harían en caso de morirse de hambre. Por eso yo no los vendo me ofrezcan lo que me ofrezcan. No están en venta. Ahí está todo bien guardadito.
No le vi intención, ni remotamente, de abrir los baúles cerrados con llaves según me había dicho antes. Tampoco me había dicho dónde las guardaba, pero supuse que en algún lugar de la alcoba las escondería. A velocidad del rayo me asaltaron pensamientos de esperar unos días y aprovechar su ausencia para descerrajárselos habiendo sacado el billete de tren y salir zumbando con los pergaminos que tuviera. Ante el profesor sería un héroe —quién sabe— o un aprendiz de ladronzuelo.
Pensé en llamar a Clara y seguir su consejo. Pensé tantas cosas que terminé aturdido.
Al final, no necesité consejo de nadie. Me dije a mí mismo: ¡Leo... lo que te dicte tu conciencia!
En ese momento, estaba llevando el tenedor a la boca con un bocado,
y lo volvió al plato, para sonreírme con la expresión más candorosa que he visto en nadie diciéndome:
—¡Oh, mon petit!
No me hicieron falta discursos ni razonamientos. Me sobraron esas tres palabras y su sonrisa encantadora de abuela entrañable ladeando la cabeza, dejando que la luz de la ventana traspasara el mechón suelto y lacio de sus cabellos plateados y que sus ojos húmedos brillaran.
Ya no me contuve. Sin más rodeo le dije a bocajarro que los pergaminos que allí tenía eran los que yo andaba buscando: los pergaminos escritos en español del siglo XIV. No hizo ni la más mínima exclamación ni perdió la sonrisa. Tampoco dudó de que yo pudiera mentirle. Arrimó la silla a la mesa hasta estrujarse contra ella. Dibujó una equis con la postura de manos y brazos apoyando los codos en la mesa e hizo descansar sus mejillas sobre las palmas. Escuchó mi relato embelesada, moviendo levemente la cabeza hacia los lados al escuchar los detalles que más le impresionaban, sin perder la sonrisa, y acompañando con sus labios, de vez en cuando, la articulación de mis palabras.
De vez en cuando, abría los ojos y respiraba profundamente, pero, sobre todo, cuando le conté el episodio de su pariente Gustavo, el mendigo del pie cortado, que había regalado al profesor la otra mitad de los pergaminos.
Cuando terminé no me dijo nada. Se levantó, me dio un beso suave en la frente y se marchó a llorar a su alcoba. A mí me contagió el llanto y le dije adiós porque al día siguiente terminaría de pintar el colegio y partiría para España.
Cuando oyó que abría la puerta para irme, salió a despedirme exclamando:
—¡Oh, mon petit!
Y me dijo con cara de misterio que tenía que ir al notario.