El Enigma de Baphomet. Novela. (11)

in spanish •  7 years ago 

Contaré la historia desde el principio:
Uno de aquellos días, al salir de la academia, le dije a Raúl que viniera conmigo, que yo quería enseñarle la tejera abandonada.

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Le revelé el secreto que guardaba con Pocholo y Poldi, otros dos amigos de infancia. Poldi se llamaba Leopoldo, pero a Pocholo hasta su madre le llamaba por el que yo creía que era mote; en realidad, era el apelativo cariñoso y nunca averigüé su nombre verdadero.

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Nota: (De Pocholo no supe más. Poldi, llegó a ser un poeta reconocido y muy prestigioso. De niño vivía en Madrid y solo venía a Astorga de vez en cuando. Su padre también era poeta y había sido de niño el compañero de pupitre de mi padre en el colegio de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Astorga)
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Habíamos descubierto, colgado en la pared de lo que había sido la oficina de la empresa de transportes, también arruinada, anexionada a la tejera, un teléfono negro que todavía funcionaba, y podíamos llamar a quien quisiéramos, desfigurando la voz para que la telefonista no nos identificara. Parece que hablo de la prehistoria, pero entonces había que descolgar el teléfono y una voz de señorita te preguntaba el número con el que deseabas conectarte.
A Raúl le encantó la idea, pero, cuando le dije que allí vivía el mendigo del pie cortado, se le apagaron las risas y prefirió divertirse por los vericuetos de la catedral, entre cadáveres de obispos que, por más que dijera el pertiguero, no iban a salir de los sepulcros.
Hacía algunos años, la tejera había caído en el silencio, pues una quiebra de llantos ahogados y desahucio obligó a sus dueños a abandonar España. Unos decían que habían salido por la noche con lo puesto y las joyas ocultas. Otros, que el abuelo se había suicidado, y su hija, la baronesa, estaba sirviendo en una casa de alcurnia en París u otra ciudad europea, ya que, de cuna, conocía a la perfección la alta etiqueta.
Aquel bullir de semidesnudos obreros hercúleos parecía haberse volatilizado por la chimenea alta cuya frialdad recuerda la miseria, el abandono o la posguerra.
Quedaban dos montones de arcilla y cascotes de tejas y ladrillos esparcidos delante de las ruinas de aquella fábrica, que sirvió, durante mucho tiempo, de guarida a tipos que, desde lejos, resultaban sumamente atractivos, tanto por su aspecto desaliñado como por su origen incierto. «No te acerques —decía una madre a su chiquillo camino de la Iglesia—, que te pueden pegar la tuberculosis».
«Han convertido la antigua cerámica en un nido de piojos; deberían intervenir las autoridades» —se quejaba una doncella vieja ante el aparato de sordos de su señora, ambas de negro y con el velo caído sobre el cuello.
Familias de gitanos, un buhonero solitario, húngaros, portugueses pobres, hojalateros se iban sucediendo en aquel trasiego interrumpido, en las noches de primavera, por el resplandor de las hogueras que se veían desde la plazuela en los distintos ojos del horno, como si fueran huras con luciérnagas dentro. A veces, inesperadamente, de un día para otro, también desaparecía aquel pulular de andrajos.
En uno de estos intervalos, cuando parecía que no había allí ninguna persona, con una atracción irresistible hacia lo prohibido, pues mi madre solía repetirme que no me acercara a la tejera porque encerraba múltiples peligros de pozos y oquedades, me fui acercando sobre un sembrado de harapos y utensilios desechados: sartenes sin mango y cacerolas sin fondo, forros y jirones de uniformes militares antiguos; hasta que una lejana figura sombría, hierática e impasible, en la antesala de lo que fueron hornos de cocer tejas y ladrillos, se fue convirtiendo en un hombre de gesto calmado y apacible que leía un libro.
«¡Hola!» —me dijo quitando el sombrero sin levantarse de su coja butaca calzada con una piedra. Tenía una voz seca y profunda. Yo apenas musité un saludo, pero su mirada me inspiró confianza y mi curiosidad pudo más que mi miedo.
Su ropa estaba algo sucia, pero la corbata y la cinta del sombrero eran de raso; o, por lo menos, de una tela más brillante que el resto. «Así que sales de la Iglesia, ¿eh?» —insistió—. Ya no me acuerdo de mi contestación exacta, pero le dije que ya había terminado la catequesis y dentro de un rato comenzaría la misa. «¡La misa! ¿Tú sabes lo que es la misa?». Yo le contesté lo mismo que me enseñaba el cura, porque pensaba que estaba poniendo a prueba mis conocimientos. En esto, se levantó solemne y litúrgico y se fue acercando al palanganero desvencijado en un rincón del recinto.

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Hi friend, very good !!!!!
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Gracias.

Cool part

Muchas gracias

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Excelente la descripción de los personajes, hacen más interesante la novela @jgcastrillo19