Mis ojos ya se habían acostumbrado a la escasa claridad de la penumbra, y observé, en su cojera, medio pie cortado, calzado en la mitad de un zapato cosido con toscas puntadas de cabo de cuero, que se asemejaban a los dientes de un saurio.
Se miró, en el espejo carcomido, una heridilla detrás de la oreja. Del aguamanil herrumbroso y desconchado echó un chorro de agua en la jofaina y se lavó las manos con una concha de jabón de sosa cáustica, mientras desmenuzaba discursos solemnes: «Con las caricias de rata hay que ser muy cuidadosos pues se enconan fácilmente», decía mientras se aplicaba ungüento. «Tú no sabes lo que es la misa», porfiaba ceremonioso y frío. «Es la reunión de ignorantes mirando pal culo de un tunante». Aquella blasfemia resquebrajó mis sienes seráficas y me compadecí de él porque irremisiblemente iría al infierno. Quise decirle algo pero no pude o no supe.
Había encontrado la ocasión de hacer una obra que agradara al cura en la catequesis, pero sin saber por qué, empecé a sentirme confuso y preocupado, sólo por haber pensado darle un consejo a aquel hombre. Él debió de comprender que me había escandalizado, porque, mientras se daba la vuelta para coger una manzana que asomaba por el agujero de su zurrón descosido, me miró de reojo por encima del hombro y, quizá, por verme turbado, se ruborizó un poco.
Para salir del atolladero, me formuló un cuestionario doméstico sobre mi casa, mi escuela, mis juegos de niño, en especial el de la Oca. Como fui desenterrando mi desparpajo, se llegó a sentir cómodo, y por lo que luego he colegido, también se sintió agradecido pues siguió diciendo: «Hemos inventado la lengua para disimular la soledad, para creernos que no estamos solos». No entendí aquellas palabras, pero me sonaron tan bien que nunca las he olvidado.
«Esta tejera tendría que pertenecerme por herencia —decía—. Se la expropiaron injustamente a mi abuelo Gustavo; Gustavo Counillac se llamaba, como yo».
En realidad, no se apellidaba Counillac porque el apellido Counillac se lo habían ido trasmitiendo las mujeres aunque no figurara legalmente, ya que el apellido de la mujer en dos generaciones se perdía. Se esforzaba en explicarme y yo no entendía nada, pero era tan sonoro el nombre que también se me grabó en los oídos.
Tenía un tic nervioso. Cerraba un ojo, y con el otro muy abierto y trémulo decía mirando al techo: «Mi abuela quería conservar el apellido Counillac, pero según las leyes ya se había perdido para siempre. Es la historia de una rama de mi familia en la que hace ocho generaciones, en la línea de las mujeres, hubo un hombre importante —enlazaba diciendo—; pues esta tejera, aquí donde la ves, aunque parezca abandonada, tiene ya otros dueños legales que no la han explotado nunca. Con trucos de leguleyos ganaron a mi abuelo en los juicios aquellos ladrones hijos de la gran pu...—me miró rectificando al momento—, sinvergüenzas. La historia está plagada de latrocinios. Es más, yo creo que, sin el robo y la rapiña, el ser humano no tendría historia. Es la casa que habito; y en este cofre, guardo mis pocas pertenencias».
En ese momento, abrió la maleta que llevaba consigo llena de manuscritos antiguos, cuya importancia mi visión de niño no podía comprender, ni qué interés podían encerrar; y me confió, sacudiendo el dedo índice sobre ellos, que él era descendiente de un brigadier francés de Napoleón que luchó en Astorga durante la Guerra de la Independencia. Años más tarde, investigando otros legajos, pude constatar que no había llegado más que a comandante y que sí que fue propuesto para un ascenso a teniente coronel “mortis causa”.
El mendigo del pie cortado me relataba, in situ, los distintos episodios señalando los emplazamientos de los puestos de guardia, cómo y dónde se apostaban los ejércitos napoleónicos para conquistar Astorga.
Y así, me cautivó con sus relatos de tal manera, que me confió que los leía en aquellos escritos que guardaba.
Aquel brigadier tuvo amores con una astorgana y le dejó una hija y un escrito reconociéndola.
La mujer nunca se separó de los manuscritos y se fueron trasmitiendo de generación en generación hasta este último heredero.
“El brigadier era el abuelo de mi tatarabuelo” — me relataba silabeando— “y cuando estuvo en España, en la campaña de Astorga luchando contra el General Santocildes” —volvía a silabear más despacio los múltiples nombres y apellidos, alardeando de erudición inusitada—, “José María Francisco Silvestre Santocildes y de Llanos”, todavía era capitán, el Capitán Gustave Counillac”.
Agradable escrito, descriptivo con amplitud, que genera la sensación de estar mirando la escena con cada detalle. Esta frase: "Es más, yo creo que, sin el robo y la rapiña, el ser humano no tendría historia." Me pareció algo cruel, y me dejó pensando en el presente de mi país, donde nuestros gobernantes roban y a pesar de que la historia se repite, continuamos pisando la misma calle año tras año. Gracias por compartir, es la primera vez que lo leo y pareciera adictivo.
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Muchas gracias. Seguiré informatizando página por página con ilustraciones para los steemians.
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excelente novela la vi muy interesante, ya tienes un seguidor nuevo ;) @jgcastrillo19 vota por el comentario tambien me ayudarias muchisimo. gracias
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Mysterious history, people and their descendants, very interesting to read!
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Gracias
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Encantada con cada lectura...
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Seguiré. Igualmente encantado.
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Really what an interesting it is keep it up your novels are too good. Thanx for sharing
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Gracias a tí.
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you're welcome
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Excelente post, me gusto mucho... saludos hermano..
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