Anduvo durante mucho tiempo convaleciente, sin apoyar la pierna en el suelo, con dos muletas que él mismo labró con las mejores ramas del fresno negro de la tapia posterior del castillo, reservado para obtener los mangos de los utensilios de cocina más preciados.
El Maestre sabía que si un caballero cobardeaba, era mejor dedicarlo a otros menesteres, de manera que se mantuvo en su promesa de nombrarlo mojarife del castillo, para llevar las cuentas y custodiar los cofres de oro guardados en la ergástula de la fortaleza.
(Antigua ergástula trasformada en cilla medieval)
La entrada a la ergástula nos estaba vedada a todos los caballeros. Blindada desde el tiempo de los romanos —sobre ella, aprovechándola como cimientos, se había construido el actual castillo—, la sellaban dos cerrojos en cada una de las dos puertas contrachapadas con hierros y sendos pestillos de tres cuartas de largos, y como el dedo pulgar de gruesos.
Sólo guardaban las llaves del tesoro Rechivaldo y el Maestre.
Como el tesorero era verdadero mayordomo del Temple, entre sus cuentas y monedas, siempre repetía la misma muletilla: “El verdadero secreto es el que no se dice a nadie: lo guarda uno para sí mismo”.
Viendo lo que se avecinaba, había ido escondiendo oro en distintos sitios del monte. Una tarde, en un arrebato de celo obsesivo por que nadie pudiera descubrírselo, llegó con el zurrón lleno de monedas a la piscina marmórea en la cima del Teleno.
Hasta allí había llegado haciendo noche en el camino. No tuvo escrúpulos en ocultar su tesoro dentro de un sarcófago romano que no conocía nadie y que él había descubierto cuando el nevero que lo ocultaba se había descongelado, durante uno de sus paseos solitarios por los montes.
Debajo de los huesos —pensó—, como hacían los persas y los hititas, estarían seguras las monedas. No las descubriría nadie. Debía de ser el único sarcófago intacto de la necrópolis que, tiempo atrás, había aparecido en el Teleno. Los vecinos de los valles habían bajado las arcas de piedra de la montaña, después de esparcir los huesos, quedando repartidas por los corrales de los pueblos, donde las utilizaban como pilas para echar de comer a los cerdos en las cochineras y como pesebres para las vacas.
El día de la fuga del castillo de Ponferrada, cargó con todas las monedas de oro que podría soportar el caballo y que ya tenía preparadas para cargarlas en un instante, cuando llegara el momento de salir corriendo.
Antes de que los escuderos vinieran a avisarlos, ya sospechaba que algo grave se avecinaba.
La traición del rey de Castilla, Fernando IV, persiguiéndolo a muerte, después de haberlo defendido en Tardehumos y otras plazas, no lo había dejado paralizado; más bien, al contrario, lo había sobreexcitado y le había hecho pensar más rápido que a ninguno de sus correligionarios del Temple.
La muerte de su Maestre en el patíbulo y de los cinco caballeros le hizo culminar su plan de fuga. Había calculado minuciosamente qué peso podría soportar el caballo con monedas de oro en las alforjas y fardeles de lino grueso. Llevaba consigo una inmensa fortuna sin el más mínimo remordimiento de conciencia, porque tenía bien claro que mucho más beneficio había proporcionado él al Temple.
La cordillera que se extiende entre el pico Guiana y el pico Teleno había sido hollada por él con frecuencia, y era conocida por los templarios de Ponferrada y de Turienzo como la palma de la mano, a pesar de ser la más abrupta de la Península Ibérica.
Por la cresta había un sendero salpicado de brezos y silvas. Todavía estaba cubierta de nieve en muchos trechos....
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Me encantó este post!!
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