Aunque era primavera bien entrada, en esta parte de la cordillera cayeron salpicados unos copos de nieve que sólo humedecieron el aire.
Las nubes de bordes iluminados se estaban apartando. Les esperaba una noche de luna y lobos.
Rodericus miró a Martín como pidiéndole consentimiento, pues los dos estaban pensando lo mismo mirando el caballo de Rechivaldo.
Y como Martín asentía, se atrevió a lanzar al aire una pregunta sobre lo abultado de las alforjas.
Rechivaldo, que ya estaba esperándola de un momento a otro, salió airoso, al paso, muy decidido:
—¡Oro! Es todo el oro con el que podría cargar el caballo. Lo tenía calculado y apartado en fardeles de lino. ¡Mirad!
Entreabriendo las orejuelas de la alforja derecha, desató un fardel y tomó un puñado de monedas, levantó el brazo, y aventándolas como si su brazo y sus dedos fueran un bieldo, las dejaba caer de una en una, para que se oyera el celestial repiqueteo mientas que decía sonriente:
—Yo tenía calculado cuánto peso puede llevar un caballo robusto como este, porque de nada vale tener un tesoro si no puedes arrastrarlo.
Mientras ataba de nuevo el fardel, Martín y Rodericus se miraron guiñándose un ojo. No las tenían todas consigo porque las alforjas estaban equilibradas.
—¿Y en la otra alforja? —preguntó Martín solícito.
—Aquí tengo comida. —Y comenzó a sacar manzanas,
queso, pan y una ristra de chorizos—. Tenemos que racionárnosla. Esperemos que dure. A ver hasta cuándo, antes de tener que dedicarnos a la caza.
Martín seguía sospechando que algo más guardaba, pues Rechivaldo no hizo ademán para invitarlos a que se acercaran a ver, por dentro, la alforja izquierda.
Martín y Rodericus aparentaron darse por satisfechos.
Se alarmó Rechivaldo aguzando el oído hacia la ladera de la montaña, ampliando su oreja con la palma de la mano. Decía oír galope de caballos. Los demás no oían nada, quizá porque lo tapaba el bisbiseo del cierzo entre lúzulas, eringios y otros matojos.
A Rechivaldo le habían puesto el mote de “Asamía” desde que un anciano templario ya fallecido lo había oído cantar con oído perfecto. Nadie supo nunca el porqué de aquel mote y su relación con el canto o con oír sonidos lejanos. Aquel anciano era el superviviente más experimentado de todos los cruzados que habían pasado sus vidas de batalla en batalla contra turcos, moros, griegos, egipcios y judíos; y en su vejez encorvada, con rictus de chanza y socarronería, ponía motes a todos los templarios que iba conociendo, sobre todo a los más jóvenes. Y no se equivocaba el viejo caballero, porque el oído tan fino de Rechivaldo era un prodigio, y ahora lo estaba demostrando de nuevo: a Rodericus, después de un rato, ya le parecía oírlo. Martín era el más duro.
Good chapter
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