—Estás apartándote de la verdadera doctrina, cayendo en la herejía. Con los números no se juega, que son muy peligrosos. Yo también he tenido tentaciones pero las he superado. Robert de Oc no hizo más que un juego de entretenimiento: “El juego de la Oca”,
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pero es porque él, igual que yo, hablaba la lengua de Oc, la lengua de Occitania y se le pasó por la cabeza que la lengua de su madre tendría que ser la única lengua que se hablara en el mundo. Este fue el impulso que le hizo entrar en el Temple para llegar a Constantinopla,
y desde allí, desde el centro del mundo, expandir su lengua por todo el universo. Tozudo en su empeño consiguió exponer su pretensión en el 2o concilio de Lyón. Tomás de Aquino había advertido del peligro de los números pues decía que los números nublaban el cerebro. Iba a rebatir a Robert de Oc y aniquilar su propuesta. Pero desafortunadamente el Doctor de la Iglesia murió en el camino a punto de llegar al Concilio. Cuando Robert fracasó en su intento fue cuando se dio al juego de la Oca y así quiso perpetuar el nombre de su lengua para siempre y que todos los niños del futuro y los adultos ociosos y desocupados lo tuvieran constantemente en su boca.
Se quedaron en silencio y las vigas de los techos crujieron. Los dos esparcieron la mirada, expectantes, porque parecían derrumbarse. Un gato negro salío de estampida y derrapó en la losa brillante de la puerta.
Siguió el fraile:
—Si consiguiéramos los pergaminos donde dice quién es Baphomet, te acusarían doblemente de haber falsificado tanto firmas como sellos, y también te acusarán de haber sido tú mismo el que los habría redactado.
—No puedo resignarme, no puedo aceptarlo. Esta miseria a la que hemos llegado me lleva a dudar de la justicia divina. Yo sólo he conocido a templarios buenos, y nunca he observado las atrocidades de las que se nos acusa. Los ósculos de los templarios jóvenes en las nalgas de los veteranos, en ceremonias secretas, de los que se nos acusa en los autos, eran bromas pesadas de algunos botarates a los nuevos, cuando ingresaban en el Temple, siempre a espaldas del Maestre, que las prohibía, como prohibía cualquier otra novatada. Los que las organizaban eran los más ingenuos y risueños, se comportaban como niños a falta de otras distracciones, y decían a los novicios que eran las ceremonias secretas para iniciarlos en el Temple, que tenían que despedirse de la carne para entrar en la castidad, que era lo más duro que les esperaba en su nueva vida como soldados de Cristo. Sólo han existido algunos templarios, muy pocos, que, igual que tú te aficionas a los números mágicos, se han aficionado a supersticiones y agüeros antiguos, pero sin mucho convencimiento, más bien como entretenimiento en medio de sus trabajos serviles. Esos encantamientos y teosofías lejanas no los han hecho desviarse de la doctrina cristiana. Siempre ha imperado la paz y la bondad en las gentes de los reinos de Francia y de Aragón y Castilla, pero ahora, en estos tiempos —y la culpa la tiene el Rey de Francia— una saña inmunda se ha adueñado de los corazones más sencillos. Los campesinos me entregarían a las autoridades del Rey para que me recondenara la Inquisición de Francia como si fuera un cátaro de Montpellier o Albi.
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Muchas gracias. Seguiré maquetando la novela por fragmentos, como hasta ahora.
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