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Se apresuró Emilio a llevar su «Peugeot 505» al garaje y tenerlo revisado para meterle varios miles de kilómetros de una tacada, siguiendo las rutas marcadas por los topónimos e hidrónimos reflejados en los escritos, para dar alcance a su vellocino de oro; por el contrario, Damián prefirió postergar el viaje a tierras leonesas hasta el próximo verano, no fuera a ser que el duro clima se convirtiera en enemigo, como le sucedió a las tropas napoleónicas en su más ignominiosa derrota: recordaba sus clases de Historia impartidas a los alumnos de primero…
Doce horas justas ocuparon el viaje de Emilio desde los ríos Guadalhorce y Guadalmedina hasta el Bernesga, incluida la comida y dos paradas en gasolineras. Como ya era de noche y se encontraba cansado, no dudó en alojarse en un hostal lujosísimo, donde, en otros tiempos, siendo presidio con mazmorras, don Francisco de Quevedo escribiera «Los Sueños». Nunca se había visto en otra igual con tanta reverencia de los botones. Delante de la excelsa fachada, jardines versallescos y una pulcritud fulgurante en aceras y calzadas llamaron la atención del granadino de la peluca. Se decía a sí mismo: mira tú por dónde, un alpujarreño nacido en tierra de moros y cristianos se encuentra investigando en León a los moros, cristianos y báquicos. ¡Cuántos hay que piensan que sólo existieron moros en Andalucía! Este y otros pensamientos le asaltaban entre el lujo de los doseles medievales, durante el insomnio, que llegó a prolongarse por más de dos horas y media. Leyó varias veces los escritos hasta aprenderlos de memoria pensando que podría figurar en los anales de la historia como autor de un gran descubrimiento para la cultura española. Tantos sacrificios y sinsabores, tantas privaciones así como las tardes eternas debajo de un flexo entre libros y papeles, o las horas muertas de consulta en archivos y bibliotecas estaban dando el resultado más sorprendente. Cómo no lo iban a dar si habían confluido talento y constancia en una misma persona…
Al día siguiente, para que no le disminuyeran demasiado los caudales, se despidió del Hostal de San Marcos con algo de melancolía, pues se había regustado en las alfombras gruesas; y se lanzó a la búsqueda de pinturas de Romano González o de su criado Caspe; o Castrellus, como había leído en una esquina de la última fotocopia del cuaderno. Se detuvo en esto porque se leía, textualmente, algo a lo que nadie le había dado importancia:
(«Tengo que corregir el nombre del siervo del pintor Romano González, porque algunas letras están borradas; pero con la lupa se ven bien los restos de tinta. La primera letra no es una «C», sino una «G». La «a» se lee perfectamente, pero la «s» no es tal, sino que es una «r». La «p» no es «p» sino una «s» larga. La «e» se lee perfectamente y la «a» final, es la que más trabajo me ha costado descubrir. Por lo tanto no pone «Caspe» sino «Garsea»; y al lado, en letras diminutas, pone «Castrellus». O sea que el nombre del pintor verdadero era: «Garsea Castrellus», nombre mucho más excelso que el del maestro; de tal manera que el que pintaba era el tal Castrellus; y Romano González era el que cobraba los dineros.»)