Muy seco en sus palabras contestó el mismo barbero:
—Pues, mire usted, ya estoy terminando; y si tiene mucha prisa, este señor espera —se refería al que estaba esquilando.
Emilio, miró al otro, que esperaba sentado, y dijo:
—Y usted, ¿no va delante?
Contestó el viejo:
—¡Uoy! No. Hoy no me toca. Yo estoy acostumbrado a madrugar, y todos los días vengo a la barbería a leer el periódico y a charlar un poquito, hasta que llegue la hora de ir a la cantina a echar unos chatos.
A Emilio ya le había extrañado que todos los viejos supieran leer el periódico, por contraposición a los de su pueblo, de los que ni siquiera uno había sido alfabetizado. Siguió uno de los lugareños:
—Antes, a los viejos nos daba igual morirnos que no morirnos; a fin de cuentas, éramos un estorbo; pero ahora, con la pensión que cobramos, ya no nos dejan que nos muramos —y se rieron los tres. Arreciando las risas temblonas, canosas y blanquilampiñas, continuó el barbero:
—Y las «medecinas»... que sacan gratis para toda la familia —se fueron calmando—. Por eso, ahora, a los viejos los tratan a cuerpo de reyes; y ahí los tiene usted: hechos unos pimpollos, como nunca anduvieron, con las camisas tan blancas…
Terminado el cliente, entró Emilio a sentarse en aquello que parecía una silla eléctrica, mientras el peluquero sacudía el lienzo blanco con sonido de látigo y llenaba el suelo de pelillos blancos. El pelado se sentó al lado de su amigo en espera de algo de conversación nueva y seria, pues sólo había comenzado con algunas bromas; y preguntó sin rodeos:
—Entonces... ¿Qué? De paso... ¿No? ¿Viene usted de Santander?
Emilio contestó solícito:
—No, no. Llevo toda la semana dando vueltas por esta zona, intentando hacer unas fotografías, y no he conseguido nada.
—Entonces.... ¿Es usted pintor, claro! Ya han venido más pintores a pintar estos campos y las nubes;
que dicen que aquí «tien» mucho mérito por los colores; claro, como nosotros estamos acostumbrados, no se lo vemos... Pero sí, sí... De todas partes he visto yo pintores en estos campos; de Salamanca, de León, de Madrid y hasta del extranjero.
¿Te acuerdas... —decía el más viejo a su compañero, con las manos debajo de los muslos y los pies cruzados debajo de la silla—, de aquellos alemanes que se tiraron pintando el pueblo y los alrededores más de dos años, y al final querían comprarle a Ceferino la bodega con todo lo que tenía dentro? —Emilio, al oír hablar de Ceferino, se sobresaltó y aguzó el oído—. Más le hubiera valido venderla a su debido tiempo. Esto debió de ser allá en el año treinta y cuatro, o treinta y cinco. Desde luego, antes de que estallara el Movimiento; bueno... ¿Qué digo yo? ¡Mucho antes! —Miraba a través de la cristalera de la entrada pensando y hablando despacio—: Esto era antes de que se proclamara la República. ¡Qué cuoño! ¡Claro!
Si la guerra estalló en el treinta y seis, por la siega. ¡Dioslá! ¡Y «paece» que fue ayer! ¡Cómo pasa el tiempo! Fue la primera vez que vimos una caravana detrás del auto; ahora se ven pasar muchas y más modernas por la carretera; pero, entonces, era tanta novedad la caseta de los alemanes, que así le llamábamos, que a todos los muchachos nos parecían «extratelestres», como nos lo parecían los pilotos de los aeroplanos de doble ala cuando se tiraban en el paracaídas. Aquellos alemanes eran muy juerguistas y les gustaba mucho el vino, y hablaban castellano, yo creo, mejor que muchos de nosotros. Entonces, más que hoy día, se celebraba todo en la bodega; y como ya casi eran unos vecinos más del pueblo, llegaron a recorrer todas: las del nuestro y las de todos los pueblos vecinos; además, compraban corderos, y ellos casi siempre invitaban a carne en los festines.
Emilio escuchaba muy atento, y, como el hombre del pueblo se mostraba ansioso de explayarse, no tuvo más que atizar un poquito:
—¿Qué hacían con los cuadros?