Mi infancia es un recuerdo (Antonio Machado dixit). —a mi primera infancia me refiero, desde 1947 a 1957, porque la segunda infancia ya transcurrió en Salamanca— Mi infancia es un recuerdo de la muralla, la catedral y el palacio de Astorga. Desde el balcón de la casa de mis abuelos, en cuya habitación mis ojos vieron la luz por primera vez, era lo primero con lo que me encontraba al asomarme: una imponente estampa grabada en mis pupilas hasta el día de hoy. La segunda infancia ya fue salmantina.
A pesar de que Salamanca tiene vistas panorámicas inigualables como la del puente romano, río Tormes y las catedrales, no fueron sus monumentos lo primero que se me grabó en mis ojos sino los niños pobres que me daban más pena que a Juan Carlos de Luna “El Piyayo” malagueño y me causaban un respeto imponente, niños como yo, de mi misma edad, desgreñados y harapientos que acompañaban y guiaban a los ciegos, personajes callejeros que bien pudieran haber sido modelos de la pluma de Charles Dickens.
En el colegio de Salamanca oí por primera vez, en una gramola decimonónica igual que la del perro del disco de vinilo marca “La voz de su amo” en el que lo escuchaba, una canción que me llegó al alma: “Angelitos negros” de Antonio Machín. “Pintor que pintas con amor…/ …píntame angelitos negros…”
Tres cuadros que, sin saber por qué, tenía ganas de pintar desde muy niño: “La vista del Palacio y la Catedral de Astorga”, “Los Lazarillos de Salamanca” y los “Angelitos negros”
Cuando pasaba por la acera del paraninfo de la Facultad de Medicina en la calle Fonseca, siempre me encontraba con el mismo niño y el mismo ciego pregonando los cupones de la lotería diaria que vendían. Cuatro años más tarde, después de aprobar la reválida de cuarto, me decidí a inmortalizar aquella imagen en este cuadro:
En las vacaciones de verano del año siguiente, en Astorga de nuevo, me armé de valor y planté mi caballete al aire libre a la sombra de un árbol para pintar el palacio. Recuerdo nítidamente dos cosas: la primera que me resultaba mucho más fácil copiar el paisaje del natural que tratar de recordar al ciego y su lazarillo y plasmarlos en el lienzo sin los modelos delante. Este fue el resultado:
Y la segunda cosa era que me daba vergüenza y estuve a punto de abandonar el cuadro en la segunda y tercera sesión pues todo el mundo se paraba a verme, lo que no me resultaba, no sé por qué, nada agradable. Pero aquella perseverancia sirvió para que me vinieran encargos del mismo cuadro, que reproduje varias veces copiándolo del primero, ya sin caballete y sin aire libre, con los que gané mis primeros dineros juveniles a la edad de quince años.
Esta es una de las copias por la que no cobré nada pues lo copié para hacer un regalo bastantes años más tarde..
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