La chica del tren tenía mirada nostálgica y aires de tristeza en su semblante.
Por largos minutos veía por la ventana pasar el paisaje a velocidad de vértigo, como si volara entre las nubes que cubrían el cielo o llorara con las gotas que caían cuando llovía.
Coincidíamos todos los días en la mañana y como por arte de magia también en la tarde noche cuando regresaba de mi trabajo.
Una semana después logré sentarme a su lado pero eso no cambió su costumbre de estar ausente entre el ruido de las voces que por momentos se escuchaban en el lugar.
Cuando tocaba tierra se evaporaba entre las letras de un libro de poemas, que deduje estaba escrito en japonés y contrastaba con sus facciones asiáticas.
Como un reloj suizo llegaba a la misma hora y se sentaba en el asiento acostumbrado ignorándome.
Elucubré diferentes hipótesis sobre su silencio y la que creí más justa era que no conocía mi idioma, sin embargo no quedé muy convencido dado que en ese caso no podría comprar boletos en el medio de transporte.
Lo cierto del caso es que fue haciéndose compañía en mis idas y vueltas y su perfume suave y exótico, como ella misma, comenzó a ser parte de mi vida.
Pasado un mes me atreví a preguntarle.
-¿Cómo te llamas?
Me miró con unos ojos claros como el sol y no me respondió pero por primera vez sentí que había notado mi presencia.
Quince días después me sorprendió su voz dulce cuando me dijo.
-Akiko, es mi nombre.
-Yo me llamo Fidel. ¿Por qué tan callada siempre?
Por segundos la capturó el exterior y luego como haciendo un esfuerzo sobrehumano para regresar me respondió.
-Estoy de luto.
Se marchó de nuevo al lugar donde la imaginación no es capaz de conocer y por los siguientes quince días volvió a su ausencia presencial.
Luego pude hablar con ella por largos minutos y conocer su historia.
Su novio se suicidó por razones desconocidas, era poeta y la muerte de su madre lo deprimió y acabó transformándose en una hoguera humana, tras rociarse de gasolina y prenderse fuego.
Él vivía en la misma ciudad donde trabajo y fue enterrado allí y ella visitaba su tumba y quedaba en la casa que compartieron durante el día, eso lo haría hasta que el dolor y la tristeza desparecieran de su corazón y la resignación se hiciera presente.
Por instantes sentí empatía con su situación y una vez hasta pude tomarle la mano por unos segundos.
Incluso aceptó tomarse un café una mañana de lluvia.
Tres meses después desapareció y me sentí abandonado.
Nunca más supe de ella ni me la tropecé en algún lado de la ciudad donde vivíamos.
Sigo sentándome en el mismo lugar esperando que aparezca pero ya estoy resignado que nunca lo hará.