Lejos de soñar con volver a Manderley o atreverme siquiera a buscar la entrada a ese escurridizo reino del olvido, en cuyas marismas, según Ruiz Zafón, languidece eternamente el Cementerio de los Libros Olvidados con millones de historias desconocidas, la pasada noche soñé con el abuelo Manuel. En mi sueño, Boronas seguía siendo ese recóndito Macondo astur, donde el tiempo parecía haberse detenido en el mismo instante en el que el coronel Aureliano Buendía, como quien dice, al otro lado del Charco, recordaba su vida frente al pelotón de ejecución. Ocurría tal evento, si la memoria no me falla, como suele pasar cada vez que se acude a algo tan resbalizado como el onirismo, en el preciso momento en el que Nuncajamás y Parasiempre se interponían en el horizonte luminoso de Maya, formando un monumental eclipse con el Mundo de la Ilusión. En mi sueño, el abuelo Manuel, sentado como de costumbre, junto a la puerta de entrada a la casona familiar, dejaba el tiempo volar, conversando en silencio con su propia sombra, con la que había hecho las paces allá, por el tiempo en el que Peter Pan todavía estaba persiguiendo a la suya. De la puerta entreabierta de la cuadra, llegaban poderosos efluvios de almizcle, mezclados con orín, al que había que añadir ese olor dulzón de la leche materna que la avidez de unos terneros que apenas tenían dos semanas de vida, derramaba sobre el pelo ensortijado de su frente y les resbalaba por unas patas que todavía acusaban la falta de estabilidad en este mundo.
Supuse, a juzgar por ese movimiento de marea adentro y afuera, que las golondrinas –esas mismas, quizás, que según Bécquer nunca volvieron a Sevilla, pero que jamás faltaron en Boronas- habían ocupado los mismos nidos que el verano anterior, situados en las esquinas de los encorvados travesaños de roble, sobre cuyas peyorativas espaldas, descansaban las planchas del piso superior, a la altura, aproximadamente, de la ventana abalconada junto a la que solían improvisarme un camastro digno de un rey. Tumbado en él, y atisbando a través de la sesgada luz que se filtraba por los resquicios de las cortinas, solía permanecer muchas noches embobado, sin otro placer y pensamiento que contemplar a la luna, a la que alguna veces la cantaba aquello de ‘si tú me dices ven, lo dejo todo’. Solía ocurrir, sobre todo, en aquellas noches especiales en las que la niebla y el orbayo se iban de picos pardos y el lobo hacía de tenor en el inconmensurable escenario que fueron siempre las cumbres del no tan lejano monte Pegueiros. En ocasiones, cuando el sueño parecía que se había ido también de picos pardos en compañía de tan nocturnos y alevosos camaradas, veía llegar a Pepín, el de la Fernanda, con su vapuleado y traqueteante seat seiscientos, el sombrero de paja calado hasta las orejas y un bamboleo de piernas, que en mi imaginación, venía a ser lo más parecido que había visto nunca de esa danza tribal, cuyas raíces habría que remontar al tiempo de los celtas, que allí, en Asturias, llamaban, curiosamente, ‘el Pericote’.
Nunca había visto al abuelo con un sombrero de paja en la cabeza, pero tampoco podría imaginármelo sin la boina calada hasta esa tierra de nadie que separa los surcos que el tiempo ha ido dejando en la frente, de unas cejas, tupidas, a pesar de todo, que me recordaban siempre a esos nidos de cigüeña, presentes por San Blas en toda iglesia que se precie. Impensable, además, sería imaginárselo sin la ‘pava’ de un buen habano provocando una mueca parecida a una sonrisa entre sus labios. A diferencia de algunos de sus numerosos hijos, el abuelo Manuel no hizo ‘las Américas’, y por ello, nunca tuvo que marchar para regresar, de manera que tampoco se hizo acreedor al título de ‘americano del pote’ que se otorgaba a todos aquellos que regresaban a la Tierrina tirando duros a diestro y siniestro, dejando como herederos de sus lujosos palacetes a musarañas, cuervos y gatos montaraces. Ahora bien, el abuelo también viajó, y dado que no hizo las Américas, como ya se ha dicho, puedo afirmar, sin embargo, que sí hizo ‘las Asturias’. Manolín de Boronas, como también se le conocía, aparte del Mingo, era sobradamente reconocido en todas y cada una de las ferias de ganado del Principado-Luarca, Sama, Langreo, Cangas, Gijón- a las que solía acudir todos los años, llevando un ejemplar de choto, que por planta y bravura siempre causaba admiración. Muchas veces, me entretenía viendo un álbum con recortes de periódico –los más usuales, eran El Faro de Luarca y La Voz de Asturias- donde el abuelo posaba, orgulloso e imponente como un roble, frente a un ejemplar de choto que, puestos a comparar, nada tenía que envidiar a aquéllos soberbios ejemplares que según la leyenda, la reina Lupa había cedido para cargar los restos del apóstol Santiago en la vecina Galicia. Y en numerosas ocasiones, sobre todo hacia el final de su vida, también la travesía de la Meseta, hasta recalar en Madrid, donde tenía por costumbre alojarse con los honores de un patriarca bíblico en la casa de cualquiera de sus dos hijos ricos: bien en la calle Barbieri, bien en la de Alonso Cano.
Fin de la Primera Parte
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diseño: @txatxy
Magnífico retrato del abuelo. Una visión al interior y exterior del personaje para describir su personalidad. Tengo en mi mente la foto que le hice a mi abuela, en ByN, y ya con ochenta y cuatro años, en el quicio de la puerta, pensativa, meditabunda. Los abuelos y las abuelas nos los encontramos siempre en el quicio de la puerta. También el de Victor Manuel era asturiano y estaba sentado en el quicio de la puerta con el pitillo apagado entre sus labios, tampoco hizo las "americas", fue picador allá en la mina. Estos abuelos rurales de mediados del siglo XX siempre me los imagino con la boina calada, el pitillo o el purillo entre los labios, o haciendo ganchillo si es la abuela. ¿Pensaran con nostalgia en que han gastado su vida?
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Qué curioso: yo también hago una referencia al abuelo de Víctor Manuel en la segunda parte que, por motivos que ahora no vienen al caso, pondré más adelante. Qué gran poder el de esa canción y qué bien supo retratar el tema de los abuelos. Un tema, que en realidad, no es sino el preludio de nosotros mismos, lo que llegaremos a ser algún día y el quicio de la puerta (fíjate, querido amigo, qué extraordinario simbolismo), como preludio a esa otra realidad que pacientemente nos espera desde el mismo momento de nacer. Yo creo, y contesto a otra interesante cuestión que planteas, que en su melancólica meditación, sienten orgullo de que su sacrificio, la dureza de la vida que les tocó en suerte, ha ido amainando en beneficio de sus hijos y eso siempre les dejará un grato sabor de orgullo. Sólo basta con ver la determinación que hay en sus ojos para intuir que después de todo, piensan que sólo por eso, ya mereció la pena vivir. Muchas gracias por tu comentario y un fuerte abrazo
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Me ha encantado tu relato, amigo @juancar347.
Mi amor por los abuelos y sus maravillosas huellas que nos marcan, me permite admirar la belleza de tu sentimiento en el caso del abuelo Manuel.
Gran saludo desde aquende la mar.
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'Aquende la mar', qué hermosa expresión. Parece mentira cómo al cabo de los años, a medida que vamos madurando, los sentimientos regresan (puede que también de 'aquende la mar' y por eso me gusta tanto), haciéndonos otra vez partícipes de aquélla o aquéllas emociones que considerábamos perdidas o, en su defecto, que manteníamos olvidadas en esas oscuras mazmorras donde habita ese carcelero que nosotros mismos nos creamos caminando siempre un paso por delante de nuestro Ego, que ya es decir. Volver a recordar ese afecto, esas imágenes y esas impresiones, de alguna manera es volver a traer a nuestro lado a aquellos que se fueron y sentir, de alguna manera, que siguen ahí, siguiendo nuestros pasos con el mismo celo y amor que los seguían cuando estaban vivos. Muchas gracias por tu amable comentario y un fuerte abrazo
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