El abuelo Manuel (Segunda Parte y Final)

in spanish •  6 years ago 

Al contrario que el abuelo Vítor, cuyo nieto, el cantante Víctor Manuel le cantaba a él, a Carmina e incluso hizo una canción para Pilar, el abuelo Manuel no fue picador, allá en la mina, ni arrancando el negro carbón quemó su vida. Por el contrario, el abuelo Manuel fue agricultor y ganadero. Pero como el abuelo Vítor, también él quemó su vida, allá, en la superficie de esa metafórica selva esmeralda, donde tuvo que sustituir el machete por el azadón, la guadaña, la trilla y la vara de avellano, respirando estiércol y exhalando neblinas y orbayos por todos y cada uno de los poros de su piel, puesto que no todas las noches se iban de picos pardos hasta la madrugada, como yo pensaba entonces. Su rostro no lo cuarteó el grisú de la mina, pero sí recibió las bofetadas del intempestivo Nubero, que le machacaba inesperadamente las cosechas; de los ventolines, que arrojaban a sus ojos y a su huerto el salitre que arrancaban de las vecinas playas; del Diaño Burlón, que le agriaba la leche de las vacas y en ocasiones, hasta le ‘mancaba’ alguna vaca o algún ternero. Pero de todos esos dioses de la mitología astur, la más perversa, no obstante, fue la Estantigua: mucho más perversa todavía que la madrastra del cuento de Blancanieves, cuya manzana envenenada se llevó a dos esposas y varios hijos antes de reclamar sus derechos sobre él mismo.
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Nunca le oí hablar de las xanas que habitaban en las pozas más profundas del río Negro -donde solía bajar con un sedal y algunas lombrices a pescar unas truchas que parecían verme a distancia y siempre pasaban de largo- aunque tampoco me creía a pies juntillas todas las historias que me contaba Orlando, el hijo pequeño de la Fernanda y hermano del pericotero Pepín. Sí recuerdo, sin embargo, cierta ocasión, en que le pregunté por los tesoros que los mouros –por entonces, yo creía que eran los moros tradicionales, los de siempre, los que nos habían invadido y no los espíritus encantados de los antiguos pobladores de los castros- habían enterrado, según se decía, en todos los rincones de Asturias. El abuelo me miró seriamente durante unos instantes con sus ojos, tan oscuros y profundos como el color de la tierra que dejaban al descubierto los surcos del arado que uncían las frentes de los bueyes y estando a punto de dejar caer la pava de habano que mantenía siempre pegada a la boca, soltó una carcajada tan estruendosa, que a punto estuvo de hacer caer las panochas de maíz y las ristras secas de guindillas que colgaban de las paredes del hórreo, si bien el ruido de las manzanas rodando por el piso podría deberse al paso del gato atigrado, que correteaba por el interior como Pedro por su casa:

Ay, meo guaje. Ayalga que no has de poseer, dexalá correr…

Luego, me explicó pacientemente que aquellos cuentos eran todos unos engañabobos y me advirtió severamente que no hiciera caso de esos falsos almanaques que circulaban por todo el Principado y que señalaban, como el mapa del tesoro de la isla de Stevenson, los supuestos lugares donde éstos estaban enterrados. Para él, no había otro ni mejor tesoro que una mente lúcida, un corazón fuerte y unas manos dispuestas siempre a trabajar para sacar a la familia adelante.

Supongo que el abuelo Manuel tenía varias camisas, y no obstante el dato, salvo en aquellas ocasiones en que venía a visitarnos a la Vallecas proletaria y transgresora donde vivíamos, no recuerdo haberle visto con otra que no fuera aquella pieza de tosca franela, a cuadros blancos y negros, que ceñía un torso en el que comenzaban a advertirse los efectos de esa fratricida partida de ajedrez, que en el fondo es la vida. Era evidente, que las piezas blancas perdían: la Reina Negra, poderosa e invencible, estaba haciendo estragos entre los peones, toda vez que el ejército blanco carecía ya de la propia y su corte de alfiles y caballeros. Enrocado el Rey, supe, la última vez que le vi, que las torres no tardarían tampoco en sucumbir.

El abuelo Manuel murió en septiembre, unos días antes de que Maese Otoño preparara el escenario para Doña Cuaresma, haciendo que álamos y robles envidiaran la fortaleza del pino y del abeto. En mi sueño, no apareció el lobo, pero no tengo duda alguna de que aquélla fatídica madrugada le esperó a él también, allá arriba, al pie de ese monte a donde tantas veces fue con el carro y los bueyes a buscar ganzo, en el alto de las Cruces.

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Primera Parte: https://steemit.com/spanish/@juancar347/4bwgov-el-abuelo-manuel-primera-parte

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@juancar347, qué hermoso texto. Las frases largas, bien formadas y fluidas, las extensas metáforas (bellamente barrocas) y la historia conmovedora. El retrato está bien hecho y es un homenaje amoroso.
Me encantó y me gustaron mucho las fotografías. Recordé a mis propios abuelos.
Un abrazote.

Es increíble cómo en ocasiones el recuerdo, la emoción y la querencia hacia una figura, como es la de los abuelos, hace que la admiración y el cariño fluyan como una fuente, hasta el punto de constituir otro eslabón de esa gran cadena que a todos nos une. Qué gran Mito, es este, el de los abuelos, porque, a fin de cuentas, hablar de uno es como si habláramos de todos. Muchas gracias por tu comentario, amiga Adriana y un fuerte abrazo