Auguste Rodín: Cristo, la Magdalena y ese Amor herido llamado Cruz

in spanish •  7 years ago 

Hablaba Federico Bermúdez-Cañete, en el prólogo a las Cartas a Rodín, de Rainer María Rilke, en la edición de 2004 de la Editorial Síntesis, de la ‘genial capacidad de infundir expresividad palpitante a la materia’. No es una frase vana, si frente a ciertas obras, sean éstas de Rodín o no, se experimenta un cierto pálpito, que desde luego pone en evidencia ese aspecto tan humano pero a la vez tan poco reconocido, sobre todo en el hombre, que es la sensibilidad o cuando menos, la emotividad.
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Los que conocen la obra de Rodín, hablan de El beso como una de las más geniales representaciones del escultor que, como él mismo confesó –según referenció en su momento Ernst Zinn, primer editor de Rilke-, en lugar de esculpir, hubiera preferido escribir. Y algo de creatividad prosaica debía de fluir por sus manos, si consideramos que parte de esa sensibilidad que denotan sus creaciones son más propias de una herramienta frágil y delicada, como la pluma del escritor que de objetos desde luego no menos nobles pero sí más toscos, como la maza y el cincel del escultor o del cantero.
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Hablan las antiguas leyendas masónicas –cuyo árbol genealógico pretenden remontar, cuando menos, a aquél enigmático Hiram que construyó el magnífico Templo de Salomón-, del gusano ‘shamir’, un animal fantástico y ni siquiera recogido en los mejores bestiarios –incluido el de Borges-, capaz de pulir la piedra hasta dejarla tan perfecta y prístina, como la superficie inmaculada de un espejo. Contemplando algunas creaciones de Rodín, me pregunto si no contó –como Fausto con Mefistófeles, por ejemplo- con un auxiliar lo suficientemente diligente –tal vez ese shamir de los masones- como para potenciar aún más esas cualidades, lo suficientemente etéreas, que hacían del poder de su imaginación un auténtico y por supuesto, bendito tesoro.
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Tiene el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, cuatro excepcionales esculturas de Rodín, donde no sólo se constata a la perfección esa cualidad de infundir expresividad palpitante a la materia, como hemos dicho que comentaba el editor de Rilke, sino, además, en su visión se percibe fuerza más que suficiente como para producir un estremecimiento involuntario, de la cabeza a la cola de esa serpiente Kundalini con la que los teóricos del Yoga denominan a la columna vertebral. Lugar donde, por cierto, dicen también que se localizan unos determinados centros energéticos, los chakras, que sin ser precisamente eróticos su activación produce también el fluir de una corriente sin duda placentera u orientalmente nirvánica, capaz de fundir fusibles en la consciencia. Algo así, comparativa y licenciosamente hablando, como la combinación de determinada escala musical para conseguir algo tan milagroso –o tan fantástico, según se mire- como el abrazo con una raza extraterrestre, como ya nos propusiera Steven Spielberg en su maravillosa película Encuentros en la tercera fase.
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Lejos de más licencias, pero conscientemente, sin embargo, hemos de suponer que Rodín era después de todo y en su faceta de creador, un maestro ordenancista, cuya mente, siglos después, parecía beber del mismo cáliz místico del que libaba aquél Greco enlutado que soñaba con el infinito en los fríos atardeceres de Toledo: cada uno en su ámbito de especialización, se transfiguraba en escrupuloso Prometeo, la luz de cuya antorcha rasgaba parte de la cortina impenetrable de ese cultivo vital, llamado Caos. Y de esa materia primordial o Caos, de esa rasgadura en la tosca piel de lo insondable, de ese barro ginolátrico, brotaba la forma en todo su esplendor. Cualquiera de las cuatro esculturas de Rodín que hay en el vestíbulo del Museo Thyssen –vigiladas estrechamente por un desproporcionado óleo del escudo de la familia Thyssen y sendos retratos del barón y la baronesa, además de una impresionante recreación del Paraíso de Tintoretto-, lo demuestra.
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No obstante, dejando para otra ocasión El beso del ángel, La muerte de Atenas y El nacimiento de Venus, merece la pena explorar ese perfil, genuinamente heterodoxo del maestro y dejarse llevar por la emotividad que se despliega en esa obra frente a la que cualquier sacerdote miraría hipócritamente para otro lado, encomendándose al Malleus Maleficarum de Spengler, ciego y sordo a una evidencia que no han podido ocultar siglos de negligente oscuridad: Cristo y la Magdalena. Desde un punto de vista simbólico, y adoptando una postura metafórico-mitológica viendo esos cuerpos abrazados y sometidos a la sombra de la Cruz, cabría pensar en la idea romántica de la Aurora despidiéndose de un Sol a punto de liberarse de las cadenas de la Noche representadas por la Cruz. Pero desde un punto de vista físico, material y hasta cierto punto indecoroso, podría pensarse en el amor herido por la ruptura del hyerosgamos o matrimonio sagrado. El dolor de la separación y la proximidad de algo tan terrible como la ausencia, marcado por la desesperación de ese último abrazo. El Vía Crucis de los amantes o el estertor definitivo de una pasión que se ahoga en los amargos y dolorosos ríos del recuerdo.

Aviso: las últimas veces que estuve en el Museo Thyssen, pregunté por ésta escultura, ya que actualmente y como se ve en la segunda fotografía, no está expuesta. Al principio, no sabían qué decirme; luego, simplemente que la habían prestado para una exposición, sin más reseñas.

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