Refiere Stephan Hoeller, una experiencia que le ocurrió a C.G. Jung en 1935, durante un viaje que realizó a Alejandría, cuando un quiromántico le leyó la mano, negándose después a revelarle lo que supuestamente había visto en ella. Esa anécdota, me trae a la memoria un lejano día de diciembre en Córdoba, cuando recién salía del hotel Maimónides, en el que me alojaba y a escasos metros de la Mezquita, una gitana me asaltó, apropiándose –tal y como suena- de mi mano izquierda, con la misma tozudez con la de un perro se negara a soltar el hueso que acababa de birlar en la carnicería del mercado.
Recuerdo, además, que si el color no acudió a mis mejillas, seguramente se debió al hecho de que hacía un frío en Córdoba que quitaba el sentido, incluso aquél que dicen de la vergüenza. Las manos de la gitana, por el contrario, parecían dos carbones que se hubieran desprendido de esos braseros antiguos con los que las abuelas se mantenían calientes de enaguas para arriba, mostrando un color sonrosado, similar al que puede dejar en la carne un chorro de agua caliente.
- Déjame que te cuente, mi alma –dijo, si bien utilizando ese recurso simpático que es el castellano del sur, donde la ele se convierte en ere y la ese y la zeta son como Isabel y Fernando, tanto monta monta tanto.
Había escarcha sobre los naranjos y un reguero de agua arrastraba hacia el puente de San Rafael restos de colillas, como si fueran barquitos de papel que se dirigieran a faenar a las turbias aguas de un río, el Guadalquivir, que parecía adormecido en la edad dorada del Califato. - Vas a tener una vida larga –continuó diciendo la gitana, pasando la punta de la uña por esa supuesta línea de la vida, que observé que no era otra que aquella que parece hacer un arco de ballesta con ese dedo pulgar que todos nos hemos chupado alguna vez.
- Además, según me indica el monte de Venus, vas a conocer a una persona que te va a querer mucho y con la que vas a tener dos hijos…
- ¿Sólo dos? –creo que murmuré algo irónico, pensando en ese viejo tópico de la parejita que se suele desear a los matrimonios después de tener el primer hijo y no morir de agotamiento, al menos durante el primer año.
La gitana obvió mi comentario, y mirándome fijamente a los ojos –en los suyos creí percibir esa negrura del país meteórico que antiguamente representaba a la diosa Cibeles, allá, en su misterioso santuario de Pesinonte-, sentenció: has nacido con la estrella de la fortuna, pero la suerte no puedes compartirla con nadie.
Un millar de canas y algunos años después, cuando recuerdo los pormenores de aquélla involuntaria sesión de mancia, sólo puedo repetir una frase que leí no hace mucho en ciertos comentarios del Tarot de Ryder-Waite, referentes a ese peligroso arcano mayor que es la Rueda de la Fortuna: “es una suerte tener mala suerte”.
Por cierto, la gitana no aceptaba monedas: sólo admitía billetes.
Moraleja: mancia de la que no has de beber, déjala correr.
Bibliografía: Stephan A. Hoeller: ‘Jung gnóstico y los siete sermones de los muertos’.