Toledo, en honor a la verdad, poco o nada ha cambiado, en el fondo, desde aquellos tiempos en que ilustres viajeros, como el escritor alemán Rainer María Rilke, se hospedaran entre los claroscuros de su sempiterno y melancólico asentamiento multicultural a la vera del Tajo, en aquéllos felices días –hoy pertenecientes a ese recuerdo con sabor a pasado, que el poeta libertino francés François Villon aclamaba como las nieves de antaño-, en que dejándose llevar por la ensoñación lo describían, objetiva, subjetiva y conmiserativamente, como un monumental conjunto de ausencias y nostalgias; de sueños e imperios perdidos y de historias y leyendas que podrían pasar a las inciertas páginas de la Historia, multiplicados de una forma tan misteriosa como la interminable lista de Mandylions que repartidos por numerosos lugares de ese imperio de las reliquias que es Occidente, se suponen que cubrieron el santo rostro de Jesucristo.
De esa época dorada, en la que Toledo venía a constituir, metafórica hablando, esa isla encantada de Circe donde el buscador de cuentos y nigromancias entraba en contacto con realidades alternativas que siglos atrás habían inspirado mil y una furibundas reacciones en la beatitud dominica precursora del Malleus Maleficarum con las que se anticipaban a las hogueras de San Juan utilizando el combustible de las brujas, quedan todavía en el recuerdo, multitud de cuevas donde los topos de las mancias se desprendían de los tapujos de la honradez y la cuaresma y en altares engalanados para la presidencia del cabrito, liberaban al centauro que llevaban dentro –así, al menos, era como los canteros medievales representaban esa parte indómita de la instintividad sexual-, aprendiendo unas danzas posicionales, bajo la excusa del mantra diabolicus, que los hindúes, por ejemplo, llevaban ya miles de años denominando como Kama Sutra y practicándolo como un arte de seducción y clímax consentido.
Pero no es a este Toledo picaresco, de circuito, charanga y pandereta que se desvive por encantar al turista que acude en esta época del año y perdona la siesta como la cigarra, sin duda motivado por una canícula que enciende fuegos artificiales incluso bajo la protección de una sombra; no es a ese Toledo donde tú y yo, éstos y aquéllos, los unos y los otros nos desplegamos o se despliegan como hormigas laboriosas sin alejarse de ese axis mundi que es la Plaza de Zocodover, para dejarse arrastrar por la fuerza centrípeta de esa costumbre tan española que es la tasca y el aperitivo; no es a ese Toledo, que gira alrededor de las mangueras de unos barrenderos que se afanan por reciclar los rastros que el universo despreocupado, guarrete, carnavalesco y botellónico ha dejado olvidado en los laterales de su imponente catedral la noche anterior….. No, es a ese otro Toledo, que cerca de las murallas y aunque acreedor también al turismo de masas, se ofrece, no obstante, a sí mismo, pero con la gloriosa satisfacción de desafiar tu imaginación sin la obligación implícita de que nadie te lo meta por las narices y sí, para variar, con la posibilidad de que tú metas las narices en los hocicos de un gato sin darte un zarpazo, te dedicará, sin embargo, al final de tu visita, la misma sonrisa enigmática que su pariente, el de Cheshire le dedicó a Alicia, cuando ésta se atrevió a poner los pies en el País de las Maravillas: el monasterio de San Juan de los Reyes.
No me extenderé haciendo una biografía del lugar, pues si tuviera que seguir los consejos de Chesterton, tendría que remontarme a tiempos en los que Toledo todavía no existía en el mapa; los visigodos andaban recolectando calabazas por las estepas del Asia Central y Hércules andaba sumamente atareado, burlándole los bueyes a Gerión. Pero sí diré, por cuestiones de introducción –let me introduce to you, como diría la rama británica de los Menéndez, si es que alguno de ellos sobrevivió al desastre de la Armada Invencible-, que su caché se remonta, cuando menos, a la época de los Reyes Católicos: aquél par de montaraces pueblerinos de Castilla y Aragón, que pasaron a la historia –no por la conquista de Granada o el haber sido yunque para el martillo de Colón, en cuanto al destino de las Américas se refiere-, sino por la falacia, como seguirían demostrando siglos de absolutismo en todos los sentidos, del tanto monta monta tanto. ¡Rien de rien, madames et monsieurs!.
Dicen los que tienen credenciales para consultar incunables y legajos delicados, que fueron éstos quienes proveyeron al lugar, un conventillo, según parece, de una biblioteca preeminente. Y es posible, que fueran ellos también, quienes consintieran a los nostálgicos convencidos de que cualquier arte pasado fue mejor, amanerar el lugar con corselería gótica y renacentista, posteriormente cumplimentada por el plus ultra del exceso barroco. De manera, que tenemos aquí, como resultado, y cuando menos, tres estilos artísticos a los que prestar atención: neogótico, neorrenacentista y barroco.
No me extenderé en ellos –perdón, pero sigo fiel a Chesterton- pero, sin embargo, sí diré que penetrar en su interior, no deja de ser, después de todo, una fantástica aventura, que invita a especular con aquello que a cada paso, por su mediática singularidad, va atrayendo la atención, como los filamentos de la tela de araña atraen a la mosca y al mosquito. De la iglesia, cabe destacar el imponente Retablo Mayor. Un retablo que, no obstante, no está lo suficientemente bien conservado como para atreverse a acusar a algún maestro flamenco o a algún hispano influenciado por, de su autoría. Mucho más reseñable, quizás, que el retablo, la stella maris de su bóveda nos recuerda los grandes planteamientos de un arte argótico que todavía, al cabo de los siglos continúa siendo un enigma, si bien se acepta –como el pulpo, animal de compañía en el Scatergoris-, como el resultado de una evolución natural a las obsolencias del románico.
De los viejos símbolos, aquéllos que los canteros solían tener presentes en todas y cada una de sus construcciones, el claustro nos ofrece una variada selección, si bien, alternados con la desfachatez del barroco y la sobriedad renacentista de un piadosísimo santoral, posiblemente calcado de la leyenda áurea de Santiago de la Vorágine. Aparte de la figura del ciervo, que parece un calco de la que se localiza en el famoso caldero celta de Gundestrum, caracoles, salamandras y serpientes –posteriormente utilizadas por Gaudí, por ejemplo, en su Sagrada Familia-, se dan la mano con alguna alusión casquivana y algún detalle escatológico, que en el fondo, no deja de tener su gracia y su aplicación. De éstos últimos, llama poderosamente la atención del mono, vestido a la usanza medieval, defecando en un orinal sin apartar los ojos del libro que está leyendo. Y no deja de ser un detalle curioso, porque implica que antes o a la par que el barón de Bidet inventara el susodicho, la escatología y la lectura tenían firmado un pacto de no agresión, que se ha mantenido en vigor hasta el presente. Al menos yo –contra viento y marea, cometeré el pecadillo de ser obscenamente sincero por una vez-, los practico a menudo en casa. Y califíqueseme de guarro –acepción o palabreja, contenido en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua-, pero he de decir que además de darme una satisfacción, también me cunde.
Lo más relevante, posiblemente, del claustro superior, sea el magnífico artesonado, recreación de índole mudéjar, realizada por Arturo Mélida a finales del siglo XIX, cuando se procedió a la restauración del lugar. Pero lo más desconcertante, aquello que llama la atención y constituye de por sí todo un genuino enigma, es la inscripción que en el exterior de la fachada sur, junto a las cadenas de los prisioneros liberados tras la conquista de Granada: Non nobis Domine, non nobis, sed Nomini Tuo da Gloriam. Es decir, la consigna de los templarios: No para nosotros, Señor, sino para gloria de Tu Nombre. He de añadir, para terminar, que tal inscripción también se localiza en Soria capital, en el Palacio de los Condes de Gómara, hoy en día reconvertido en los Juzgados Municipales.
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OK. Thanks
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Hermosas imágenes amigo.
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Muchas gracias. Me alegro que te gusten
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