Esclarmonde en Calatañazor

in spanish •  7 years ago 

Hablaba William Butler Yeats, en su obra ‘Rosa alquímica’ (1), de ‘aquel momento en que incluso el sueño cierra sus ojos y los sueños comienzan a soñar’, refiriéndose, quizás, quiero pensar, a lo que casi un siglo después, ese enigma antropológico que aun a día de hoy continúa siendo Carlos Castaneda, definía como el ‘arte de ensoñar’. Ignoro, si tanto uno como otro, tomaron como ejemplo a nuestro caballero más universal, don Alonso Quijano, más conocido como Don Quijote, que fue, a mi juicio, el primero, o al menos uno de los primeros maestros que nos enseñó a ver con los ojos del alma, dando lugar, posiblemente, a que pensadores y literatos como Unamuno, reconocieran sentir disgusto por ‘lo diario, lo efímero y lo pasajero’. Este estado, según se mire, se asimile o se entienda, podría definirse, así mismo, como empatía. La empatía, según la entiendo o mejor dicho, según como quiero entenderla, vendría a ser algo así como un guiño pícaro que nos hace la Musa –ya saben, aquélla que suele rondar con sospechoso ahínco el corazón de los poetas, como haría una auténtica lamia, pero que a veces también piensa que en la variedad está el gusto y se desliza ocasionalmente por los intelectos menos privilegiados-, invitándonos a dejarnos llevar por un sentimiento impulsivo, pero de proporciones casi místicas, hasta el punto de fundirnos con él y experimentar, siquiera sea por la eternidad relativa de unos segundos, el placer sobrenatural de una vivencia. Una vivencia, por añadidura, a la que con posterioridad y de manera egoístamente despectiva, olvidamos, pensando simplemente que hemos sido víctimas de un espejismo e incluso de lo que sería infinitamente peor, al menos sin la compañía de un psicólogo: de una alucinación.
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Compártase o no lo que se ha expuesto hasta el momento, de lo que estoy seguro, es de que la última vez que sentí empatía por una persona, por un lugar y por un momento, pensé que durante un instante, el sentimiento se había convertido en una bala de plata capaz de atravesar la coraza del tiempo y robarle un gemido a la eternidad. El escenario, no podía ser mejor, garantizándolo nada menos que aquél genio que fue Orson Welles, quien poseído magistral, que no infernalmente por el espíritu shakesperiano del viejo Fallstaff, elevó sus Campanadas a medianoche a la categoría de clásico universal y película de culto: Calatañazor.
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Clásicas y de culto, las murallas de Calatañazor, heridas por los gusanos del tiempo y señalizadas por el laberíntico vuelo de las rapaces –de cuya elegancia y por envidia, no quiero acordarme-, parecían a punto de abrirse por la mitad para metamorfosearse en cuna que esperara impaciente los últimos bostezos de un sol –creo que a ese efecto, los artistas lo denominan ‘rompimiento de gloria’-, dispuesto a recogerse en el útero de una tierra, que quizás por eso, en la infinita lontananza de unos campos de secano, muestra, generalmente, el color sanguino de la vida que late en su interior. Lejos de aquéllas mujeres blancas y rubias con el color del lodo de la calle, que según Delacroix pintaba el Veronés, la Rubia de mí empatía, asomándose hacia el vacío, parecía una blanca paloma a punto de alzar el vuelo. El viento, ligero y sinuoso como el velo de una novia, acariciaba levemente sus cabellos, que se desplegaban sobre los hombros como una lluvia tan dorada como el manto de la aurora. Se llamaba Ana. Pero en ese momento, en ese definitivo y empático momento, se había transfigurado por completo. No cabía duda; dudar es de cobardes y yo sé bien lo que vi: era Esclarmonde de Foix, la última heroína de Montségur; la portadora del Santo Grial, aquélla doncella maravillosa que Wolfram von Eschenbach llamaba Repanse de Schoye…
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Los pastores de Calatañazor no conocen a Esclarmonde, pero también es verdad, que ahora tampoco sus rebaños abrevan en el río Milano, que tal vez esté seco por falta de imaginación. Ahora bien, si tú, amigo, cruzas un día los Pirineos y visitando el País de Oc, te cruzas con cualquiera de ellos, estoy seguro de que te contará ‘que cuando todos los puros perecieron en la hoguera y una vez segura de que el Grial estaba a salvo, la hermosa Esclarmonde ascendió al monte Tabor, en cuya cima se transformó en una blanca paloma, volando hacia el Este, hacia los montes de Asia’. Y una vez oído esto y aun viendo tu cara de excepticismo, el pastor, quizás con voz emocionada, añada antes de despedirse: ‘Esclarmonde no ha muerto’. Y quién sabe, puede que alguna vez, si vuelves a Calatañazor, Esclarmonde se transfigure ante ti, una vez aprendas a mirar con los ojos del alma.
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  • Dedicado a Esclarmonde de Foix, a Leonor de Aquitania, a Response de Schoye, a Ana Sánchez y a todas aquellas blancas palomas, conocidas o anónimas, que hacen de este mundo un lugar, si no poético, porque algunos creen que la poesía ha dejado de ser un arma cargada de futuro, sí al menos interesante.

(1) William Butler Yeats: ‘Rosa Alquímica’, Mondadori España, S.A., Madrid, 1992.

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