No parece tan imponente, vista desde la señorial ciudad de El Burgo de Osma, que reclama la atención del viajero desde sus históricas murallas medievales y las torres barroco-renacentistas, que aparte de haber conocido más restauraciones que los dedos de una mano, sustituyen a las de la primitiva catedral románica –que seguro que fueron mucho más interesantes- si bien entre algunos restos de semejante arte, se custodia, como si de la misma Arca de la Alianza se tratara, el magnífico sepulcro policromado de San Pedro de Osma. Ahora bien, si uno pasa de largo por tan goetheano Burgo –y digo lo de goetheano, por la afición tan teutónica a los burgos, compartida por tan gran maestre, que derivaba en ellos muchos de los escenarios de sus recuerdos, según constata en esa grandiosa obra que es Poesía y Verdad y porque también, paseando por sus soportales y las callejas aledañas, siempre me he sentido como Fausto tentando a Mefistófeles o quizás, deseando en vano que sucediera lo contrario y fuera yo el tentado- y deja también atrás el pueblecito de Gormaz –en las paredes de cuyas casas, el sol atrae como un imán a esas estrellas fugaces, que comparativamente hablando son las lagartijas, capaces de desaparecer como por arte de magia en cuanto presienten una sombra que se les acerca- no tardaría en cambiar de opinión, reconociendo que esa fantástica ruina –sobre la que águilas, halcones y alibuches despliegan pases modélicos de soberbia elegancia- fue una de las más importantes fortalezas de un conjunto que por imperativo de la cantidad, e incluso en ocasiones de la calidad, se ganaron el privilegio de ser símbolo de un país, que no obstante los avatares de su tortuosa y torturada Historia, paradójicamente, siempre ha sentido unas irreprimibles ansias de libertad, más allá de muros y cadenas.
Es de suponer, que si Gustavo Adolfo Bécquer hubiera visitado ésta sobrecogedora memoria califal, como hizo con el castillo de Trasmoz –donde se le recuerda con afecto, hasta el punto de que a su vera le levantaron una estatua, convirtiéndole en eterno guardián de sus misterios, no obstante, con la curiosa particularidad de que le sentaron de espaldas al Moncayo- seguramente hubiera sacado, de esa prodigiosa chistera que es la imaginación, el conejo blanco de la inspiración, que le hubiera narrado mil y una leyendas; mil y un secretos que trae y lleva el viento que se cuela a través de las heridas que el tiempo y los hombres han ido dejando en sus murallas, como muescas de nobleza o galardones de sentido orgullo que luce en el pecho el veterano curtido en mil combates: los castillos.
Más fría, sin embargo, y menos dispuesta a dar su brazo a torcer –ni siquiera como dádiva cortés en los altares de la lírica romántica- la Historia –madre, madrastra y a la vez bruja perversa y gendarme incorruptible de los cuentos- mantiene su órdago y embida acto seguido con la calculada racionalidad que la caracteriza. Ninguna poesía corre por sus venas, recubiertas siempre con la toga soporífera de la ley y el sempiterno ‘no ha lugar’ con el que le cierra siempre la boca al alegato.
De la fortaleza de Gormaz -nos dice- se sabe que fue mandada ampliar por el imperativo deseo –no exento de necesidad- del culto Al-Haken II, hijo de aquél Abderramán, que henchido de amor –que le pregunten a algún conde castellano, de los que orgullosamente figuran en el Romancero- mandó erigir Medina Azahara: la perla blanca de la Andalucía omeya, siglos antes de que otro relevante mandatario hindú, siguiendo su ejemplo, levantara en Agra, el maravilloso Taj Mahal. Igualmente, nos sugiere la posibilidad de que hubiera, en este finis terrae situado tierra adentro –metafóricamente hablando- algún castro o campamento, donde los aburridos legionarios romanos oteaban el horizonte, soñando con desfilar por la Roma imperial e invicta, siguiendo la estela del polvo dejada por los cascos de los caballos de sus inmutables generales.
No dice que Almanzor dejara un graffiti personal, como hacen muchos viajeros narcisos en lugares que merecen respeto, pero interpreta con obstinación el villancico del juro, perjuro y vuelvo a jurar, que detrás de sus murallas, los hombres de su ejército se jugaban a los dados las ganancias que les reportarían las razzias que estaban en trámite de ejecutar, Rioja arriba. Tampoco hay un graffiti que lo avale, pero la Historia también pone la mano en el fuego –sabiendo que no se ha de quemar, como los pasadores de brasas de San Pedro Manrique- cuando dice que nuestro Rodrigo –no el que quedó sembrando malvas a orillas del río Guadalete, expiando la supuesta ofensa de la Caba- sino aquél auténtico trueno vestido de caballero –pido perdón a mi reverenciado don Antonio Machado, por si en algún momento encuentra parecido con vividor caballero don Guido- a cuyos apellidos apenas se presta importancia, frente a la gloria con la que a veces ésta mima hasta el exceso a alguno de sus hijos predilectos, frente a su apodo divino del Cid Campeador.
Fue precisamente en ésta época –año 1060, cuando la conquistó definitivamente el rey Fernando I de León- el momento en el que se colocan los primeros cimientos en lo que sería el pueblecito de Gormaz. ¿Recuerdan lo que se comentaba al principio sobre esas metafóricas estrellas fugaces que son las lagartijas que veranean al sol en las paredes de sus casas?. A esa época pertenece también una pequeña iglesuela, situada a la vera misma del castillo y elevada en honor a San Miguel, que junto a las de la Vera Cruz de Maderuelo y San Baudelio de Berlanga conformaban tres pequeñas ‘capillas sixtinas’ en potencia, advirtiéndose en ellas los pinceles de un Da Vinci de la época, que como un humilde pero sin duda gran sabio, supo escamotear su nombre a las garras de grifo de la Historia y por esa circunstancia, descansa completamente en paz.
Pero no quiero ser injusto y para terminar, me gustaría añadir que con la Historia comparto –y me atrevería a decir que incluso Gustavo Adolfo Bécquer estaría completamente de acuerdo- la parquedad con la que refiere que en los momentos más aciagos, negros y sombríos, la imponente fortaleza califal de Gormaz, fue también una prisión. Por eso, pelillos a la mar, yo prefiero contemplarla con los ojos de Bécquer y ver en ella, después de todo, aquéllos otros molinos que atraían la atención de la lanza justiciera de Don Quijote.
Juan Carlos Menendez Gijón
Marzo de 2018
Et in Arcadia ego.
Todas las fotografías están geniales Juancar, hizo muy buenas composiciones en cada una de ellas.
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Gracias. Como suelo decir, los modelos son impresionantes y no hace falta ser muy hábil con la cámara.
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amazing place
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Thanks
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Pues la verdad es que sí que es impresionante la vista de esas murallas, y curiosísimo el arco de herradura. En una de las fotos se ve una entrada de lo que parece una torre, ¿es visitable el interior?
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Sí, no hay ningún problema en su visita. Además, no hay guarda ni nada de eso. Antes de llegar al castillo, tienes una auténtica joya: la ermita de San Miguel de Gormaz, que merece la pena ver. Esta, aunque no lo parezca, fue una de las principales fortalezas a este lado de la denominada frontera del Duero.
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