La panera de Orlando

in spanish •  7 years ago 

Después de cenar, cuando la casa y la cuadra están en silencio y en la cocina no queda nadie, a excepción del gato que corre por encima de la encimera maullando lastimeramente, quién sabe si buscando un imaginario arenque que no existe ni siquiera en la nevera pero sí en su, al parecer insatisfecha y glotona imaginación, el muchacho abre despacio el portalón de la casa y atisbando hacia el exterior, comprueba que hay luz en la panera de Orlando. Entonces se desliza sigilosamente, cruzando en penumbras el estrecho camino que separa la casa de los abuelos de la casa de la Fernanda y rodeando los ancestrales pegollos invadidos por sociedades sedentarias pero bien avenidas de musgo y hiedra del hórreo centenario, sube despacio los empinados y resbaladizos escalones de piedra de la panera, ayudándose con la áspera y descascarillada madera de la barandilla. La puerta, de madera también, combada en una de sus esquinas inferiores como la jiba de un dromedario, está entreabierta, como de costumbre y junto a ella, descansando en las polvorientas tablas del piso, las chancletas de goma de Orlando muestran todavía restos frescos del estiércol de la cuadra. Lejos de sentir repulsión, hace tiempo que el muchacho –se sorprendería su profesor de guitarra, que siempre le llamaba señorito español- está acostumbrado a convivir con ello, con los olores de los detritus de los animales, así como con esas pantagruélicas moscas que se posan con enfermiza arrogancia en los tazones de leche, dejando a veces sospechosos puntitos negros en los bordes de una porcelana, que a buen seguro debió de conocer tiempos mejores. Pero sabe bien, que incluso el paraíso tiene sus defectos y a fin de cuentas, siempre ha existido en los camineros senderos peninsulares, un refrán que dice que lo que no mata, engorda. De hecho, todos los veranos su ambivalente y hamtleriano esqueleto sufre una metamorfosis que se torna pasajera a los pocos días de regresar a Madrid, como la del kafkiano Gregorio Samsa, donde el deporte y posiblemente unos alimentos con menos grasa, menos colesterol y por supuesto menos suculentos, le vuelven a meter en cintura.
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Abrir la puerta de la panera –recuerda el muchacho- era como penetrar en otro mundo. Un mundo, el de Orlando, donde el tiempo y la relatividad parecían tan irreales como las falsas percepciones de los reflejos de aquéllos graciosos espejos, cóncavos y convexos, que llamaban la atención en la entrada del Museo de Cera de la madrileña Plaza de Colón, desvirtuando graciosamente la realidad. Orlando, siempre ayudados sus ojos por esas gafas con cristal de culo de botella, con las que según él podía ver hasta la hierba que brota del suelo, solía permanecer encorvado en un banco de trabajo, que a duras penas conseguía iluminar una lamparilla de mesa, cuya luz mortecina, herida casualmente por un rayo de luna que a determinadas horas, con una precisión meridiana, se filtraba por el resquicio del cristal de un pequeño ventanuco, conseguía que el lugar adquiriera ese singular efecto espectral que recordaba el preámbulo a la materialización de un fantasma convocado por un portentoso médium, según se podía ver en algunas fotografías de época, supuestamente auténticas, publicadas en libros y revistas dedicadas a esas ciencias alternativas, que tanto comenzaban a proliferar en la España de entonces. Si a eso se le añadían las musarañas, corriendo sigilosamente por los rincones más inaccesibles; la presencia de las más hábiles hilanderas del mundo animal, que son las arañas, las cuales no dejaban un solo rincón sin exponer, como en un mercadillo, sus tupidas pero delicadas telas y ese remedo dickensiano de antigüedades formado por una desmenuzada y desecha legión de variopintos cachivaches –en su mayoría, viejas radios y televisiones, fallecidos súbitamente de un infarto de valvulocardio- sólo faltaba la poderosa mortaja de polvo para hacer de la panera el oscuro objeto de deseo de cualquier arqueólogo. En realidad, había tanto polvo acumulado en su interior, que el muchacho tenía la impresión, comparativamente hablando, que debajo podrían hallarse tantos estratos, de diferente época y lugar, como aquellos otros que Heinrich Schliemann, supuestamente, tuvo que desenterrar con infinita paciencia e ilusión, siguiendo los comentarios de Homero y su Ilíada, antes de llegar a alcanzar los restos de la primeriza Troya. Ya saben: aquélla donde Aquiles fue mortalmente herido en su talón después de matar y humillar el cadáver del troyano Héctor y donde el astuto Ulises –seguramente desesperado por volver a los placeres de los amorosos brazos de su esposa Penélope- sugirió la idea de construir un gigantesco caballo de madera, con el que los griegos de Agamenón consiguieron entrar finalmente en la ciudad sitiada y quemarla por los cuatro costados. Entre éstos, no faltaban cajas con botellas de sidra vacías, a las que Orlando ponía mechones de velas, unas veces con la intención de ahorrar electricidad y otras, posiblemente demasiadas como para pensar en la casualidad, cuando se cortaba súbitamente el suministro, que por aquella época solía ser un accidente tan frecuente en las pequeñas aldeas asturianas, que los sufridos aldeanos desistían incluso de maldecir al pícaro Diaño Burlón, a quien siempre solían culpar de todas las desgracias acaecidas en el hogar.
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A diferencia de su hermano Pepín, e incluso de los propios primos del muchacho, el espíritu de Orlando había nacido inquieto y emprendedor. Y aunque nunca le escuchó renegar de sus raíces rurales, su gran sueño era salir un día de la aldea con la mochila bien repleta de ideas sensacionales y regresar al cabo del tiempo con cesáreos laureles de triunfo encumbrando su cabeza, una vez reconocido como un portentoso inventor. Digna de elogio, además, era la paciencia de Orlando, nacida a la par que un espíritu igualmente bonachón, que hacía caso omiso de las burlas del muchacho, cuando alguna válvula explotaba, deshaciéndose en pedazos y dejando en el ambiente un fétido olor a azufre quemado. Ahora bien, en ocasiones, la aguja del radiogoniómetro oscilaba con una danza salvaje –quien sabe si parecida al son de los tambores, que entusiasmaba tanto a los indios de las praderas del Lejano Oeste americano- y el ruido metálico que salía del altavoz de una radio averiada, le parecía al muchacho el batir de mandíbulas de un ejército de insectos que estuviera preparado para lanzarse al ataque, al otro lado de la línea. Era entonces, cuando se hablaba ‘del otro lado de la línea’, cuando Orlando filosofaba con la posibilidad de comunicarse algún día con seres extraterrestres y ambos debatían extensamente, no sólo con la posibilidad de su existencia, sino también con aquella otra, más remota aún si cabe, de que pudieran llegar alguna vez a visitarnos. También era una época donde las visiones de platillos volantes comenzaban a ser inquietantes y donde el Ministerio del Aire español hizo célebre una frase, que posteriormente sería utilizada en todas las encuestas oficiales: no sabe, no contesta.
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Más tarde, cuando se aproximaba la medianoche y las nubes comenzaban a formar barricadas al paso de la luna, el muchacho se despedía de Orlando y aventurándose en la noche como un fugitivo, regresaba a la casa familiar, evitando las bostas con las que las vacas habían sembrado el patio y el camino. Por la humedad del pestillo, supo que el rocío comenzaba a cortejar al medioambiente y pensando en la seguridad y el confort de las sábanas, subió despacio los escalones, teniendo la precaución de no pisar el último escalón, cuya madera crujía con la estridencia de una sirena antirrobos. En su habitación, el abuelo roncaba como un bendito, seguramente soñando con las alegres romerías de su juventud. Antes de acostarse, atisbó por la ventana. Ya no había luz en la panera y se preguntó si Orlando, como el protagonista de una novela de ciencia-ficción que había leído hacía poco, soñaría también esa noche con ovejas eléctricas.

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San Jiménez del Oso nos inoculó el veneno de la ciencia no convencional, de los misterios y de la historia contada de otra manera. Entonces, todo parecía posible, ahora no tanto. Será la edad, supongo, además de otras cosas.

El Tiempo da muchos palos pero es bueno y aconsejable mantener siempre viva al menos una pizca de la niñez, al amparo de esos embates.

Ja, ja...bueno San Jiménez del Oso, San Antonio Ribera (al que llamaban 'Padre de la Ufología española), San J.J. Benítez y un largo etcétera. Fueron unos tiempos de oro, y al menos hay que reconocerles su mérito. Más que de la ufología y los platillos volantes, yo fui partidario de San Juan García Atienza, San Rafael Alarcón Herrera (amigo y Maestro), y de la Santa España Mágica y Templaria. Creo que todo sigue siendo posible en esos caminos y que la gente comienza a sentir su 'magia'. Aunque quizá todo sea cuestión de cómo nos lo planteemos. Para mi viajar, investigar, disfrutar de los lugares, conocer gente siguen formando parte de un universo alternativo que todavía intenta decirme que hay otras realidades ahí fuera, o cuando menos, unos metros más allá del ambiente en el que generalmente vivimos. Cuando viajo, sueño y soñando, como se suele decir, o si no me lo invento ahora, también se hace Camino.

Ahí tienes, una panera reencantada por recuerdos y ensoñaciones. No sé si conoces un comic de un autor español, Luis Durán, que se llama 'Orlando y el juego'. Se han editado tres tomos ya pero quedan más por publicarse. Es muy bueno, y tu texto me lo ha recordado.

Pues mira, te agradezco la referencia. No lo conocía. Lo que sí puedo decirte, ya que no lo he dicho en mi relato, es que mi Orlando, después de todo, consiguió ver hecho realidad su sueño: se hizo empresario e inventó algunas máquinas interesantes, como empaquetadoras, encaminadas a mejorar el trabajo agrícola. No lo he vuelto a ver desde entonces, pero allá por el año 2012, en que hice una entrada muy melancólica en uno de mis blogs (El rincón de los cuentos perdidos), cuando volví a Boronas en septiembre de aquél año y me la encontré muy cambiada (la madre que los parió, si estaban haciendo un ensanche de la autovía por el monte, paralelo a mi alto de las Cruces donde me encontré con el amigo lobo) se puso en contacto conmigo. Y también su hijo y su sobrina, que por cierto, es majísima y la tengo de amiga en Facebook. Pero es curioso: escribiendo sobre aquéllos tiempos, todavía los siento como si hubieran sucedido antes de ayer.

Muchas veces lo que sucedió décadas atrás parece más cercano que lo que pasó ayer mismo. A mi también me pasa, cada vez más. A veces incluso me vuelven recuerdos extremadamente nítidos. Y regresar a los lugares de tu infancia y verlos cambiados es toda una experiencia. No del todo traumática, pero al menos sí de choque.

Totalmente de acuerdo. Aunque para mí sí fue un trauma, porque se habían cargado un entorno mágico sin necesidad.