Peter Pan estuvo aquí o una historia de la Sierra de la Demanda (Segunda Parte)

in spanish •  7 years ago 

En ocasiones, dejar correr el aire, compensa. La perspectiva –esa cualidad de la que carecían los pintores románicos, pero que fue ampliamente aprovechada con posterioridad, sobre todo por los grandes maestros flamencos-, aun sin perder la horizontalidad con respecto al crucero de la ermita, ofrece detalles que posiblemente el ojo no hubiera advertido en un encuentro más cercano. Que el lugar lo frecuentaban peregrinos, parecían evidenciarlo esos graffiti que, débilmente grabados y en algunos casos bastante arropados por las sábanas de musguillo que ascendían por los sillares, quizás con una legítima pretensión de estar más cerca de las estrellas –su hogar, tanto como el nuestro-, mostraban las tradicionales cruces monxoi –aquellas con un mojón en la base, pudiendo ser este de tipo masónico en otros casos y estar constituido por tres escalones- que en algún caso modificaban a la austera y tradicional cruz y a cuyos travesaños les habían añadido dos ramificaciones, mostrando otro de los símbolos más persistentes y apreciados por los peregrinos: la pata de oca. Puede, no obstante, que también fueran obra de pastores, que aplicaban –quién sabe si por conocimiento o por aburrimiento o por una curiosa combinación de ambos- una sabiduría rayana en lo esotérico o cuando menos en lo pagano, dejando el tiempo fluir mientras los perros vigilaban celosamente que las ovejas no se acercaran a una planta, por cuyo fruto y peligrosidad no en vano era conocida como ‘tomatitos del diablo’, el escaramujo, que parecía abundar en el lugar. Al menos, así me lo pareció en aquélla primera ocasión, víspera de la festividad de Todos los Santos. O para que todo el mundo me entienda, puesto que parece que últimamente lo anglófono atrae mucho más la atención para referirse a algo que, sin embargo, está basado en la antigua fiesta celta del Samhain y quizás por ello resulte más divertida que pasarse la noche rezando el rosario o contemplando cómo las lamparillas dejadas en el fogón, al ir apagándose, liberan alguna pobre ánima de su prisión en el Purgatorio, o eso dicen: Halloween. Tampoco faltaban, toscamente grabadas, algunas iniciales –de aquellas que son nombres, según Machado-, señal de que Narciso –pensé- había rondado por aquí, y en un alarde de ceguera había confundido la ermita con las aguas cristalinas del lago en el que finalmente se ahogó, cayendo seguramente mareado de tanto contemplarse a sí mismo. Y todas ellas, que en conjunto no sumarían más de media docena, parecían concentrarse a la vera de ese axis mundi constituido por la pequeña portada con forma de cerradura, tan característica de la arquitectura visigoda. La única diferencia entre éste crucero sur y el crucero norte, una vez dada la vuelta a la ermita, era que por algún motivo que no acertaba a imaginar, los sillares parecían haber sido más respetados por peregrinos, pastores o narcisos y la portadilla con forma de herradura también, que estaba a la misma altura que la anterior formando un imaginario transepto, aparecía más hundida en la tierra, dando la impresión de que ésta, al cabo de los siglos, reclamara la devolución de un arrendamiento que probablemente le había sido arrebatado por la fuerza. De haber estado más cerca de los sillares, posiblemente no hubiera advertido la cruz patada, que todavía conservaba, aunque con una palidez que rondaba la fugacidad, parte de la pintura roja original, y que contrariamente al protagonismo de aquellas otras, que por lo general suelen considerarse como ‘de consagración’, parecía, por su situación en los sillares más bajos situados en las proximidades del ábside, querer pasar completamente desapercibida. ‘¿Pudo haber sido de ‘ellos’?, -me pregunté, recordando la consigna del Maestro Roncellin a sus hermanos templarios: ‘Y allí donde habitéis, poned siempre los signos de reconocimiento…’.
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La ventaja de un escritor es que, sin necesidad de echar mano de la pseudo-ciencia de H.G. Wells, cuenta con la ventaja de poder manejar el tiempo a su antojo. Esto podría concederle cierto privilegio de divinidad, pero no se recomienda su abuso por temor a caer en las sábanas doradas de la tiranía. De manera, que antes de que me tiente ese rabo que mata moscas, como dicen que es el del Diablo, les invito a correr un tupido velo y acompañarme a este mismo lugar, pero cinco años después. No es otoño, como entonces, sino que estamos a primeros de agosto y quizá por ello el escaramujo, como el topo –incluidos los de la guerra, aunque de éstos no sabría decirles si afortunadamente han superado el estado de extinción-, se oculta bajo una tierra que estornuda polvo en abundancia toda vez que se camina por ella. Si hacen como yo y no se preocupan del polvo que se va acumulando en sus botas o en sus zapatos o en esas zapatillas que no siempre son adecuadas, recorrerán los aproximadamente cien o ciento cincuenta metros de distancia que separan la ermita del lugar donde han dejado el coche, con el pensamiento alegre –y aquí, observen que ya comienzo a presentarles a Míster Barry- de que el campo no es sólo de quien lo trabaja sino también de quien lo quiere y lo visita, abandonándolo con la conciencia tranquila de haberlo dejado tal y como se lo encontró, condición que debería poner en práctica todo el mundo como si se tratara de la Primera Ley de la Robótica de Isaac Asimov: un robot nunca puede hacer daño a un ser humano. Podría decirles, a continuación, echando mano de la ‘guía van Gogh’ –para más detalles, consúltese el apartado bibliografía- y continúo, que ‘para obtener algo cálido hay que ir con calor, si no, no se ahuyenta fácilmente el frío’. No se preocupen, pues, si la transpiración a estas horas del mediodía se convierte en rocío para su piel y piensen –mal de muchos, consuelo de pocos- que ese sol que no les pierde de vista ni por un momento, anclado en mitad de un infinito océano celeste, es como aquella inolvidable canción que decía que el humo ciega tus ojos.
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Aparentemente, la ermita sigue igual: con su aspecto de arca prerrománica varada a la vera de un picacho desnudo y gris; con su portada norte vencida tal vez unos centímetros más que hace cinco años, en una tierra que nunca da nada por perdido y está siempre dispuesta a reclamar lo que le pertenece; la pequeña compañía, en lontananza, de unos tristes álamos que todavía resisten la embestida agraria y que deben dar cobijo a algún suculento manjar, pues sospechosas pueden resultar las evoluciones de las rapaces alrededor de sus copas, y aparentemente, también el crucero sur, que en la distancia puede parecer que está igual que entonces, pero que a medida que se va uno acercando y acostumbrando a ese metafórico sol transformado en humo que ciega los ojos, va avisando, no obstante, de que en algo ha cambiado. O mejor y puntualmente hablando: de que en algo le han cambiado.
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En efecto. Ahora esas iniciales que cinco años atrás apenas evocaban el recuerdo de la licencia machadiana, escasas y en cierto modo intrascendentes, se han convertido en el caldo de cultivo de una pandemia, que por sus características podría ser comparable al ‘milagro de los panes y los peces’, multiplicándose por cien, hasta el punto de transformar la fachada del crucero en un tablón de anuncios particular, donde ernestos y narcisos –tanto monta, monta tanto-, descerebrados por completo de cabello y brillantina hacia abajo, han dado rienda suelta a la supuesta importancia de su intrascendente circunstancia. Ahora –suena a ayer, a involución, a oscuridad- las iniciales, abandonada la fase inicial de infancia, se han convertido, en muchos casos, en nombres y apellidos que no dicen absolutamente nada, salvo, quizás, que los piratas del Caribe hayan abandonado sus mareas misteriosas, haciendo blanco de sus vomiteras de ron un lugar que dejando aparte los conceptos creyente o agnóstico a los que pueda estar afiliado cada uno – siempre respetables en cualquier caso-, simplemente por historia y antigüedad debería de merecer el privilegio del respeto, independientemente de que los poderes fácticos la hayan gratificado o no con el privilegio –que en muchos casos, consiste, poco más o menos que en agua de borrajas-, de esa ‘declaración de independencia de lo común’, que es la de monumento histórico-artístico. Estoy seguro de que John Barry, cuando su inconsciente nuevemesino dio a luz a Peter Pan, pensaba en los pañales de la Cultura como el principio fundamental de la Educación.
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Peter Pan estuvo aquí, pero su pensamiento alegre no le impidió continuar volando hacia otros horizontes, sin alterar un ápice el lugar.
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Bibliografía
Vincent van Gogh: ‘Cartas a Theo’, Alianza Editorial, S.A., Madrid, 2012.

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Da gusto leerte, a mí me elevas unos dos centímetros sobre el suelo. Ay, esos narcisos de intrascendente circunstancia...

Gracias. Tú también sabes elevar a la gente con tus entradas, de manera que habrá que aprovechar el tirón, ahora que parece que la Musa se muestra generosa. El narcisismo, en este tipo de lugares y circunstancias, creo que es una plaga difícil de atajar. Pero el supuesto 'estado del bienestar' algún defecto tenía que tener. Y con la Cultura, ya se sabe, los presupuestos nunca alcanzan. Me pregunto qué opinaría precisamente Ortega y Gasset, que fue el que sacó a colación el tema de yo y mi circunstancia. Claro, que previamente, Machado ya avisaba con su complementario. Ea, a disfrutar del viernes.