Afirmaba aquél extraordinario poeta hindú, Rabindranath Tagore, que no es el martillo el que deja perfectos los guijarros, sino el agua con su danza y su canción. Precisamente por eso, cuando uno se encuentra con un lugar tan fantástico como ésta Ciudad Encantada de Cuenca, no puede por menos que preguntarse por la fuerza divina, certera y maravillosa que dirigió esa mano sutil, que con habilidad artesana e infinita paciencia, moldeó tan inolvidable y a la vez, desconcertante fantasía.
Que haya sido precisamente la mano de Dios, o por el contrario, la mano de la Diosa quien modelara la arcilla primigenia de este mundo imbuido del fecundo sueño de un fenómeno conocido como paraidolia, realmente importa poco. Importa, eso sí, el efecto –o mejor, el impacto, súbito o prolongado- que tales formas produzcan en cada uno, pues no sería descabellado suponer que el espíritu, o el alma o quizás, esos doce gramos que el médico echa en falta cuando el corazón deja de latir y se produce la muerte cerebral, confirmando la defunción, fuera –no como esa psiké o mariposa de los antiguos griegos-, sino más bien como un camaleón que en lugar de absorber los colores para camuflarse con el medio, absorbiera las formas y las procesara de una manera totalmente personal que pudiera o no coincidir con las apreciaciones oficiales que tanto gustan desarrollar los guías en los circuitos concertados, sabiendo que al turista, soñador después de todo, le gusta dejarse impresionar.
En base a ello, podría decir, que lo que más me impresionó de esa Ciudad Encantada, no fueron los supuestos amantes de Teruel –a los que hay que buscar y rebuscar con la perspectiva adecuada para encontrar algo similar a dos labios abarcándose mutuamente para ofrecerse la ternura de un beso, aunque fuera, como diría el personaje de Sinuhé el egipcio, del escritor Mika Waltari, para que dos solitarios se calentaran en una noche fría, aunque sus manos y sus labios se mientan por amistad-; o esos navíos anclados en un mar muerto, cuya popa recuerda aquél otro bajel desde el que el capitán Garfio dirigía las actividades de su tripulación pirata, mientras de reojo atisbaba por la ventanilla buscando señales del terrible cocodrilo que le perseguía como una sombra, amenazando con devorarle entero, una vez satisfecho con el sabor de la mano que previamente le había arrancado; o incluso esas caprichosas formaciones, semejantes a un huevo eclosionado que recuerdan a aquella impresionante, malévola, persistente y casi indestructible criatura extraterrestre que tan mal rato la hiciera pasar a la chica de las braguitas blancas –la actriz Sigourny Weaber-, en la película Alien, el octavo pasajero.
No, lo que más me impresionó, fue esa desconcertante e inesperada formación calcárea a la que se denomina mar de piedra. Un mar petrificado, que se despliega por una notable extensión de terreno, y cuyas aguas solidificadas, quién sabe si por el hechizo inmemorial de una maga de la categoría de Circe, invitan, inmutables dejando pasar el tiempo, a especular con ambiguos sortilegios.
Y especulando –como ese marinero en tierra del poeta Alberti, que lloraba desde el malecón su amor por un mar que le daba la espalda-, difícil, cuando no imposible, resulta no pensar en el gigante desconocido –puede que fuera el mismo Polifemo, herido y burlado por el astuto Ulises- que laboró allí en un tiempo sin tiempo donde héroes y dioses se tuteaban; si su corazón –de piedra también, o quizás, volátil como esa arena nacida para ser rémora de ese voraz tiburón que es el viento-, era galileo o samaritano; o cómo eran, antes o después, las sandalias de cualquier otro pescador que tirara en él sus redes, para recoger, quién sabe, si hombres, vientos o tempestades.
Me pregunto así mismo, si alguna vez hubo cantos de sirena –después de que una maldición las obligara a mutar sus alas por aletas, para convertirse en polidas damas de la mar, como juran y perjuran los mariños de Finisterre-, y qué cantero de piedra dulce, buscando su Ítaca, se dejó embaucar eternamente, sin el oportuno auxilio de unos compañeros homéricos, ebrios también de aventura en las tabernas portuarias de esa otra odisea que es este otro mar que llamamos vida.
Vídeo relacionado:
Lugar mágico, sin duda. Mar de piedra y teatro de la imaginación. Imaginación que nos lleva tan lejos como a la Nostromo y a la teniente Ripley con su gatito.
Algún día hablaré por aquí de otro parque mágico de las piedras, del que apenas nadie sabe. Perdido en un pequeño pueblo de las Arribes.
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Seguro que resultará un lugar interesante en el que evadirse y sobre el que divagar.
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Me has hecho recordar que tengo una excursión pendiente a Cuenca. Es imperdonable tenerlo tan cerca y no haber ido.
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Pues sí, a veces ocurre que tenemos lugares maravillosos al alcance de la mano. Pero como se suele decir: nunca es tarde, si la dicha es buena. Que lo disfrutes cuando vayas.
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hola que bonito, lo tengo pendiente como las piedras jaja
feliz martes
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Seguro que algún día lo disfrutas a gusto. El lugar, porque las piedras, no te veo mucho por la labor, ja, ja
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Amazing photography
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Thanks
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Beautiful
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muy hermoso la naturaleza es mágica y con ese sitio se excedió un poquito parecen un poco de rocas moldeadas perfectamente,parece como si estuviese viendo el fondo del mar,los corales pero sin el agua saludos amigo
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La Naturaleza siempre es mágica y nos ofrece, para demostrarlo, lugares tan especiales como este.
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