Si estás más o menos al tanto de las noticias, sabrás que en Venezuela estamos atravesando una dolorosa situación. Carencias materiales de todo tipo; desde alimentos y productos de higiene personal, hasta imposibilidad de encontrar los medicamentos más elementales, que ya no digamos los tratamientos más complejos. Las horas de cada día se nos van en una interminable peregrinación de tienda en tienda y de tarantín en tarantín, tratando de conseguir lo necesario para la subsistencia.
Atrás quedó esa rutina de arreglarnos, ponernos bonitas, perfumarnos y salir con nuestra mejor cara a comernos el mundo; ahora se trata de existir. Así, sin más. De permanecer con vida, que no es lo mismo que vivir.
Esta publicación que hago hoy -mi segunda publicación para esta plataforma- no busca iniciar un debate político; simplemente es una forma de expresar lo que llevo por dentro. Un modo de transmitir a quienes están ajenos a nuestra realidad, lo que nos está agobiando, lo que nos ocupa, preocupa y va matando lentamente. Procuraré apegarme a los hechos. De antemano, te pido comprensión y empatía, y agradezco que estés leyendo.
¿Cómo eran las cosas antes?
Verán. Yo provengo de una familia pequeña, clase media-media, con un padre cabeza de familia y sostén de hogar, y una madre a cargo de la casa y los niños. Un modelo igual al de la generación de mis padres y a la de mis abuelos. Mi padre, empleado medio en una gran empresa, producía lo suficiente para mantenernos en una vivienda propia (que se pagaba a crédito con una hipoteca a 20 años), podía darse el gusto de adquirir un vehículo completamente nuevo (también a crédito) cada 24 meses. Tanto mi hermano como yo, nos educamos en muy buenas instituciones públicas, habiéndonos graduado con excelentes calificaciones. Una o dos veces al año, salíamos de vacaciones familiares, casi siempre recorriendo Venezuela y, una que otra vez, más allá de nuestras fronteras. Nada nos faltaba en casa: teníamos alimentos, ropa, calzado y entretenimiento. Repito: éramos una simple familia de clase media-media, que no vivía lujosamente, pero que no carecía de nada. Ahora, en retrospectiva, sé que éramos afortunados.
¿Y ahora?
Por desgracia, todo cambió para mal. Una serie de malas decisiones tomadas por una mayoría que no midió consecuencias, nos ha conducido a esta lamentable situación. Una mayoría conformada por personas de todos los estratos, de todos los credos, de todas las ocupaciones. Una mayoría que incluía personas como mi propio padre, quien apostó por un cambio. Pero se equivocaron, y hoy la realidad nos golpea en la cara con una fuerza estremecedora, cuando ves día a día a personas, que no tienen ni siquiera el aspecto de quienes viven en condiciones de extrema pobreza, hurgando en los contenedores de basura, buscando cosas que aún puedan ser consumidas, artefactos que aún puedan utilizarse, trapos que aún procuren cobijo; y cuando te percatas que las mascotas que una vez formaron parte de amorosas familias, son arrojadas a la calle, porque no hay manera de alimentarlas más, duele.
Duele. Duele mucho, cuando personas -como mi madre- han muerto gritando de dolor en un hospital público que carece hasta de los insumos más elementales (como inyectadoras, gasas, analgésicos), porque el cáncer social ha carcomido todos los estratos de este otrora inmensamente rico país. Mi madre murió por las carencias hospitalarias, como mueren miles y miles de venezolanos todas las semanas. Sin atención, sin dignidad. Duele demasiado.
¿Qué nos espera?
No sé qué nos espera; solo sé lo que hay en estos momentos: tristeza, desesperanza, rencor, división. Hay una crisis de falta de valores morales, de ética, de empatía. Cuando hoy no puedes ni formular una frase, porque corres el riesgo de ser agredida, vejada, golpeada y hasta apresada, vives en un estado de permanente depresión debido a la impotencia. Cuando quisieras conversar como lo hace la gente civilizada, y a cambio recibes insultos en las redes sociales, es un escenario surrealista y post-apocalíptico. Un escenario que, por desgracia, no es una fantasía, sino nuestra realidad. No tengo idea de qué va a pasar o de si algo va a cambiar, pero me aferro a creer que despertaremos de esta pesadilla y volveremos a ser el país alegre, colorido y fiestero que una vez, no tan lejana, fuimos. Yo lo viví.
¿Podré verlo de nuevo, antes de morir? Tengo que aferrarme a la idea de que sí.
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