Hola Steemianos! Hoy tengo el inmenso placer de compartir con todos ustedes el tercer capítulo mi novela: Viaje a Santa Cruz de Wuinpumuin. Cada semana iré liberando al menos dos capítulos, por lo que espero recibir sus valiosas críticas y comentarios para seguir compartiendo con ustedes ésta y muchas más historias.
III
Detrás de un cuerpo pequeño y enjuto Kousat escondía los cien años que mi tío le atribuía. Aún con esa carga de tiempo a cuestas se veía radiante y llena de vigor. Era prima de mi bisabuela, y por ese lejano vínculo clanil mi tío Merrunouchi le tenía mucha consideración.
Esta sabia mujer vivía a poca distancia de nuestra casa. Nadie conoció nunca su verdadero nombre. La gente se acostumbró a llamarla Kousat (vidente) por su facultad de hablar con espíritus y desentrañar los sueños más enredados. Sus pacientes llegaban en caravanas de diferentes partes de la Guajira a solicitar sus consultas, y ella los atendía con la disposición de una abuela muy afectuosa. Después regresaban a sus hogares muy complacidos y haciéndose eco de esa maravillosa experiencia.
Una tarde en que el rebaño pacía muy cerca de nuestra posesión, no sucedía nada distinto a la rutina. Yo trozaba la leña que había amontonado en las primeras horas de la mañana para no escuchar los airados reclamos de mi tío. De mis tareas asignadas esta era la más fácil de todas: no requería mucho esfuerzo como conseguirle agua y pasto a los animales, ya que nuestro fundo como la mayoría de los otros parajes de la península se encontraba rodeado por hileras de árboles resecos que no requerían los recursos de un machete. Bastaba torcerlos con las manos para volverlos añicos.
Todo transcurría normal, hasta que una humareda extraña, como un trapo gris, empezó a ondear en dirección a nuestra casa. Esa conocida señal de alarma me inquietó demasiado, pues su forma creció de manera desmesurada en la claridad del cielo sin que otros vecinos lo notaran.
“¡Kousat!”, fue la palabra que me vino al pensamiento.
En seguida corrí azorado rumbo a su hogar en caso de que requiriera ayuda, y sin medir el esfuerzo llegué en un santiamén como si hubiera volado. Allí la encontré presa de la impotencia; no hallaba qué hacer ante las llamas que consumían su bohío. La alejé un poco y me aseguré de que el humo no la asfixiara: tosía demasiado y sus ojos lagrimeaban a borbollón. Llevaba las mangas de su manta recogida hasta los codos y una pañoleta atada a varias vueltas sobre su cabeza. Sin embargo, me aseguró por medio de gestos que aún en la candela había otras pertenencias importantes. Y fue entonces cuando tomé un palo torcido y pude improvisar un gancho que permitió engarzar una mochila bien pesada junto a otra envoltura de cuero, que ya estaba carbonizada. La pieza se hacía pedazos a medida que la suspendía para alejarla del fuego. En mis brazos sentí el ardor producido por los amagos de las llamas cuando traté de rastrear otro objeto que pudiera haber quedado bajo los escombros, pero fue en vano; nada afloró. La vieja permaneció inmóvil en el sitio donde segundos antes la había dejado sentada; observaba lerda, en medio del crepitar de la hoguera lo que fue una vez su casa.
Ya recuperada me dio las gracias y como siempre me auguró muchos éxitos para el futuro. Preocupado por su suerte sugerí que pasara la noche en casa de mi tío mientras buscáramos la manera de construirle un nuevo bohío. Se había quedado en la calle sin más patrimonio que las prendas que llevaba encima. Ella siempre prefería vestir mantas de color negro y una pañoleta del mismo tono sobre su pelo ceniciento.
No sé cuántas preguntas le hice a la vieja para saber la causa del incendio, mas ella no encontraba palabras con qué explicar su desgracia.
–Tal vez fue un descuido. El fuego estaba demasiado cerca… y esto fue el resultado –dijo, refiriéndose a los escombros humeantes de su antigua morada.
De manera insólita, la mochila que estaba a mi lado y acababa de rescatar, empezó a moverse con ligeras oscilaciones. Me separé creyendo que podía tratarse de un personaje del otro mundo que merodeaba por allí después de ser invocado por ella, pero no era así. La piache frunció el ceño y dejó traslucir un halo de convicción:
–No te preocupes, hijo: no es del más allá.
Esa aclaratoria me dio un poco de tranquilidad. Pero no entendí la razón por la que arrebataba de mis manos el palo con una violencia y demostración de poder muy difícil de ver en una dama de cien años, y así ante mis ojos, comenzó a golpear la mochila como si viera su contenido.
Mi susto no había pasado del todo cuando de la alforja guajira se abría paso entre una ráfaga de palos una asustada tragavenados. Kousat seguía dando palazos al suelo sin llegar a atinar ninguno. Solo consiguió levantar hilos de polvo que le provocaron otra crisis de tos, y aprovechara la aturdida boa para serpentear hacia el monte y desaparecer.
Después del pánico retorné al lugar donde el rebaño aún pacía; la tarde continuaba ardiente como todas las tardes. En seguida empecé a sentir un desnivel en el ritmo de mis pasos. Al verificar de qué se trataba, observé un trozo de cuero quemado adherido a una de las suelas de mis sandalias. Tenía una forma extraña y bonita. “Tal vez sirva para hacer un amuleto y la misma Kousat después me lo conjure”, pensé, y la guardé conmigo.
Cada día el panorama de Aipiapá se volvía más desértico. Las grietas dejadas por la sequía en la profundidad de los jagüeyes parecían trazos inspirados en redes arácnidas. También podía interpretarse como el último recuerdo de una lluvia piadosa.
Mi tío era un hombre bueno, tranquilo y terco. Sin embargo para sus cosas personales era muy cuidadoso y cumplidor. Compraba pieles de chivos cada lunes en el mercado Los Filúos y después los revendía a sus vecinos para la confección de sillas y tamboras de la que obtenía un holgado margen. Algunas veces esperaba la visita de alíjunas (extraños) que llegaban ansiosos por descubrir parte de nuestra cultura wayuu. Todos acampaban como huéspedes en un amplio bohío dispuesto para esos propósitos. A él le gustaba hablar de nuestra tierra, sobre todo le fascinaban las entrevistas. Otras veces recibía a vendedores o predicadores evangélicos que traían algún presente como testimonio de amistad mientras hacían sus diligencias.
Dentro de los regalos no faltaban los periódicos con hojas arrugadas y amarillentas que él aprovechaba para envolver cualquier cosa; claro, después de leerlos con deleite. Era buen lector, había estudiado la primaria en Guarero bajo la tutela de los franciscanos, pero un día sin romperse mucho la cabeza, descubrió su vocación por el comercio y la abandonó.
Cuando salía de compras o hacía un negocio fuera de nuestra ranchería iba bien presentable. Lucía guayaberas blancas, mangas largas, combinadas con pantalones jeans. Usaba botas vaqueras y llevaba un sombrero aludo de color blanco que le daba el aire de un hombre rico.
Me hubiera gustado asimilar algunas nociones de su experiencia, mas todo era tan complicado. Por ejemplo, mi primera incursión en el mundo de los negocios iba a consistir en vender en el mercado Los Filúos la mitad de mis chivos, pero él sugería esperar el momento. Quizás cinco años; tiempo en el cual el rebaño pudiera multiplicarse y yo, ya tendría recursos para pagar la dote por cualquier muchacha que me gustara y con la que llegaría a formar una bonita familia.
Así era mi tío; un soñador que creaba futuros promisorios en un ambiente donde los vaticinios de los ancianos se volvían estériles, pues él olvidaba que nuestra suerte y la suerte de todo ser vivo en esta tierra no dependía de buenas intenciones sino de la oportuna aparición de la lluvia.
Si en los meses por venir no llegaba, no habría follajes con que alimentar rebaños y de esa manera ningún comerciante sensato nos compraría chivos raquíticos; tampoco ninguno de los pobres animalitos llegaría vivo en cinco años. Todas esas consideraciones me llevó a tomar una rápida determinación como si se tratara de un caso de vida o muerte: prometí no hacerle caso a él y a ninguna otra persona que tuviera semejante ocurrencia en la península. Pero en la serenidad que conceden las noches y muchas veces sirven para enderezar los problemas, recapacité y pedí perdón a Dios por ese acto de soberbia. A fin de cuentas, Merrunouchi era el único familiar con que yo contaba en este mundo, por cierto, tan desolado, como el mismo paisaje guajiro.