El reloj en el escritorio de metal pasa a su ritmo habitual, constante siempre marcando el tiempo, sereno y leal. Para un trabajador agotado, el ritmo de ese reloj estaba mucho más lento.
Aunque sabía que eso no podía ser, entendía que su agotamiento lo hacía ver las cosas diferentes. Hoy todo a su alrededor estaba desde su punto de vista muy mal. No confiaba ni en lo que veía, pero no le quedaba otra opción que seguir trabajando.
Con sus manos temblorosas tomaba cada tornillo y lo introducía a los cuerpos metálicos sin vida, los ajustaba tal y como debía ser, y sellaba el contenedor. Robots, había evolucionado el mundo, para él nunca habían sido de confiar, pero lo rodeaban, estaban en las calles, en su trabajo, en su comunidad.
Algunos disfrazados de policías, otros de mensajeros... aunque hacían un buen trabajo, nunca fallaban y todo estaba siempre en perfecta calma, justo como debía ser, a él no le brindaban una seguridad plena. Siempre desconfiaba.
Irónicamente él estudió para construirlos. Desde los diez años se involucró en el estudio de la ingeniería robotica, le fascinaba, podía crear uno él solo, desde su cuerpo hasta su núcleo, programar su sistema, todas su acciones. Y era por ello que desconfiaba tanto, solo eran máquinas con un gran potencial que podían hacer todo lo que se les ordenase.
Pero no podía hacer nada para cambiar la situación, tendría que seguir conviviendo con ellos, creándolos en la fábrica, porque era la única forma de subsistir. Aunque había un motivo más, el que realmente importaba. Poco a poco tomaba piezas, un tornillo, un engranaje, un cilindro... en tiempos muy largos, totalmente inconstante para no ser detectado.
No tenían que detectarlo, hasta ahora no lo habían hecho, tenía seis meses haciendo esos pequeños robos, solo por no tener opción.
Este día, luego de mirar mil veces a su alrededor tomo un pequeño tornillo, sus manos le sudaban, su nuca estaba fría, aún así, lo introdujo en su bolsillo, y siguió trabajando.
Luego de terminar el exhausto día de trabajo, caminó perezosamente arrastrando sus pies hacia la reja que dividía la ciudad de la gran fábrica de robots. Muchos obreros caminaban a su lado, todos con el alma exhausta y llena de penas.
Del cielo una torrencial lluvia empezó a mojar a todos los presentes pero como de costumbre los cuerpos se fueron apresurando y apiñando unos al lado de otros.
El hombre apresuró el paso, quería mojarse lo menos posible, no podía enfermarse, no había dinero para eso. Así que usando su cuerpo empujo a todos los que estaban cerca de él y se apresuró a cruzar la reja, trotó por la calle de piedra subiendo por la colina, arrastrando el peso de su ropa mojada hasta su pequeña vivienda donde lo esperaban con grandes sonrisas.
El lugar era minúsculo, una pequeña casa de madera con una lumbre que les daba calor en las noches de invierno, en el centro del lugar estaba una mesa de madera raída con dos sillas, en una estaba sentada una mujer delgada, vestida con harapos desgastados, y del otro lado, en una pequeña silla de ruedas estaba una niña de cinco años, con ojos saltones y sonrisa impecable.
Con amor el hombre las abrazó y las besó a ambas. Tomaron una comida deficiente y luego se fueron a dormir.
A pesar de tener su cuerpo lleno de agotamiento y moretones, el hombre se levantó una vez más, tratando de no despertar a su esposa, y se dirigió al sótano de la vivienda. No era más que un agujero donde guardaban sus granos, pero para él era un taller de trabajo. En una mesa llena de artefactos y herramientas, descansaban unas pequeñas piernas de metal, unas en las que había estado trabajando sin descanso desde hace mucho, unas piernas que necesitaba su pequeña para volver a caminar.
Luego de un terrible accidente, la joven había perdido sus piernas, en un mundo repleto de tecnología y prótesis, volver a caminar era posible, sin embargo para una persona como él, sin recursos, solo era un sueño. Insistió en la fábrica, les imploró una sola pieza para su pequeña, pero todo terminó en un no.
Con el corazón herido el hombre empezó a trabajar con entusiasmo y con la misma destreza y determinación con la que inició, ese día terminó lo que hace tanto había iniciado.
Ese nuevo día, su pequeña rió, caminó después de mucho tiempo y fue feliz.
Siempre escuchamos que la felicidad es efímera, y quizás sea cierto, en este caso lo fue. Todo el gozo y alegría se desvaneció, cuando la tarde cayó todo se destruyó. Seres de metal, irrumpieron en el pequeño hogar, sin piedad ni arrepentimiento, tomaron a la fuerza la nueva invención que sin duda no perjudicaba a nadie, algo que solo brindaba la vida que cualquiera pudiese merecer.
Llorando de impotencia el hombre intentó defender su posesión, pero en un solo movimiento su vida se extinguió, dejando dolor y tristeza en una familia que necesitaba de su amor.
Aprendimos que siempre existen finales felices, pero en un lugar donde reina la tiranía y se quieran establecer parámetros de igualdad ficticia, la felicidad es casi inexistente.
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Banner editado por autor, en programa Photoshop Cs5.
Una prueba que, cuando uno quiere algo, trabaja en ello por más dificil que le resulte hasta poder lograrlo. Aunque el final es algo cruento y dio un giro inexplicable, pero asi es la vida, a veces pasan cosas inexplicables, claro que aquí hay un poco de ficción. No toda historia tiene un final feliz, pero ese momento de felicidad que tuvieron esos dos seres, pudo ser eterno.
¡Buen trabajo!
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Lo que las personas pueden hacer aferrados a un propósito que manipula sus mentes. Un cuento bien hecho para reflexionar, los matices de ciencia ficción son mis preferidos. Muchos saludos.
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