Tuve una especie de sueño premonitorio, de esos que dan diversión al terapista (no, no voy con un terapista, pero sería una experiencia interesante), y pensé en escribir un poema, en parte porque los recuerdos eran como pocas piezas de un rompecabezas. Pero conforme empecé a escribir, la lucidez (amiga de esas que poco visitan) llegó. Así que escribí la historia, con sus giros y caprichos.

Espero puedan leer y será un placer si dejaran algún comentario.

¡Camila!

Sigue llamando a Camila. Dónde se habrá metido esa niña.

A mi edad las cosas se agitan en la cabeza. Se mueven de sitio, solas; luego no las consigo. Todo se me pierde. Sé que debe ser triste aunque mi conciencia lo pasa más dormida que despierta y realmente no da para la autocompasión.

Tenían un acento gracioso y un uniforme ridículo con pantalones estilo bermuda y las medias hasta las rodillas. Camila tenía que contenerse para no reírse. Era solo una niña, pero qué bella era para tener solo doce. Todos la desnudaban con la mirada; algunos intentaban los gestos más pícaros y varoniles, pero los pantaloncillos eran los únicos que habrían logrado robarse esa sonrisa que se adivinaba en sus labios infantiles y que solo se permitía pasando la segunda puerta del zaguán.

Recuerdo.

Aquella noche, la noche en que se perdió Camila, era callada como todas las otras. Sin televisión ni música. Si alguien hablaba, no lo podrías saber, ya que todos estaban a puerta cerrada desde las 6 p.m. Los militares estaban apostados en cada esquina desde las 4 p.m. Eran perros amaestrados, gruñendo los minutos restantes con su gesto amenazante.

Ni bien eran las siete de la noche, cuando ya se relajaban, fumaban marihuana y mascaban coca, bebían un líquido oloroso y humeante que servían de grandes termos cromados; dejaban sus puestos, su posición firme, soltaban el fusil. No comían, pero pasaban la noche bebiendo y contando chistes vulgares y estúpidos y orinándose los callejones.

…

Camila.

Qué bella era Camila. Yo le contaba lo que era la dictadura. Lo leíamos en los libros; lo veíamos cada día, pero había que callarse. Dónde guardaba papá esos libros. Me busco a mí misma en esas memorias.

Cuando Camila nació, decía abuela Begoña, ya el régimen llevaba diez años en el poder. Sus padres aún eran fieles, igual de tenaces que míseros. Bien sabíamos, Camila y yo, que aquello era perverso. El hambre. Las fiebres. Las muertes.

Ocurrió exactamente a las 5:55 p.m. aquel hombre me tomó por la mano y me haló al callejón. No alcancé a ver si era militar, pero seguro que sí lo era, él y los otros. Me oriné, pero eso no los detuvo. Sus gritos se ahogaban en una bola de tela hedionda que le llenaba la boca y le impedía respirar. Debío haberse desmayado (y yo con ella).

Camila, mírame querida. Llegó tu medicina.

Es esta señora otra vez. Aquí las enfermeras no usan uniformes. Eso es bueno.

Camila. Yo soy Camila.

Sí, amor, tú eres Camila y ya es hora de dormir.

Carmen (así se llama esta señora) me responde, pero no es a ella a quien le hablo. Le hablo a ella, a la que busco todo el día. Alguna cosas se me escapan sin darme cuenta; debo parecer loca, pero es solo un mal hábito de pensar en voz alta, quizá para escuchar su voz y olvidar que ya nadie viene a verme.

Los militares _

Los militares se fueron, querida, hace mucho tiempo.

Sonrío en ironía, una mueca de adolescente malcriada. Encuentras las cosas donde menos lo esperas. Ya me preguntaba adónde se había metido esa niña. Creo que no la veo desde aquel día, cuando se perdió en el callejón.