Se viven escenas complicadas estos días en la Península, y es que el viejo conflicto entre centralistas e independistas ha alcanzado nuevos matices. ¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Difícil pregunta, pero con una fácil respuesta: por el mal camino.
Para ir a la raíz del problema tendremos que hacer memoria, no ya al siglo XIX, con el auge de la burguesía catalana y el fenómeno de la Renaixença, sino a fechas más cercanas. Concretamente hace unos 5 años.
Eran unos tiempos felices: concretamente, porque tanto el que escribe como el que lee, éramos menos pesados en primaveras. En lo económico no tanto, pues la crisis atizaba sus más rabiosos golpes, y el país entero veía la bancarrota como la próxima parada.
Con estos ingredientes, se iba cocinando un revuelto de difícil digestión.
Es por todos conocido que, cuando las cosas se ponen feas, los mandamases hacen un conjuro para invocar al fantasma del enemigo común; el malo malísimo; el responsable de todos los desastres habidos y por haber.
Para el gobierno español, en aquel entonces, la culpa del paro, la crisis y el acné juvenil, era de Venezuela, país y tierra del pecado. De vez en cuando, para variar e introducir algún que otro giro de guión, la culpa era también de los ingleses, invocando el resquemor histórico de Gibraltar.
Los nacionalistas catalanes, siempre emprendedores y espabilados, no podían ver cómo el gobierno de Mariano Rajoy les adelantaba en el arte de la mentira, así que, decidieron sacar a pasear su propio chivo expiatorio: España. Una nación que les robaba su prosperidad en forma de cuantiosos impuestos.
El pastel estaba en su punto y, acompañado de un gobierno inmovilista con mayoría absoluta, el atragantamiento estaba servido.
Total, que el astuto Artur Mas, decidió sacar su pene a pasear y colocarlo sobre la mesa, diciendo que Cataluña decidiría su independencia en un referéndum. Mariano Rajoy, mientras tanto, estaba entretenido observando el vuelo de las moscas y, como es costumbre en él, decidió hacer nada para después pasarlo a limpio.
Llega la fecha del primer referéndum y Artur, que es un bromista, decide dejarlo a medias, resultando inhabilitado del cargo, y dejando como sucesor a Carles Puigdemont, un perfecto desconocido dispuesto a cargar sobre sus hombros el desafío independista.
Ya queda poco. Nos vamos acercando al callejón sin salida.
Pasa y pasa el tiempo. Los telediarios, entre mentira y mentira, nos aburren con el tema de siempre: el independentismo catalán pretende votar un referéndum mientras el gobierno español vota la hora a la que ellos tomarán su desayuno.
Llega la fecha esperada del 1 de Octubre. El deseado y denostado referéndum, al fin decide celebrarse.
Hay momentos en la historia que, los países patinan hasta quedar en ridículo estrepitoso. En 1997, Albania sufrió uno de esos episodios, cuando el descubrimiento de que su lotería era un esquema Ponzi provocó enfrentamientos en las calles. El Referéndum catalán, va en la misma línea de acontecimientos, formando parte de uno de esos puntos tragicómicos en la historia.
Papeletas impresas en casa, ¿Urnas? Mejor tuppers, que son más fáciles de manejar. Mientras tanto la Policía española, cargada de testosterona, andaba haciendo de las suyas: un operativo mal dirigido desde el Ministerio del Interior, hizo desalojar los colegios durante la votación, provocando protestas ciudadanas durante la retirada de urnas y abusos policiales varios.
Total: la chapuza tuvo un coste de 900 heridos físicos, y fracturas incurables entre el Gobierno Central y Cataluña.
Para más inri, aparece la ultraderecha en escena, infiltrando las manifestaciones unionistas por la unidad de España.
Después de unos días tensos, violentos y amargos, nos encontramos de nuevo en tierra de nadie pues, en mitad de un éxodo de empresas y una incertidumbre económica, el gobierno catalán no deja del todo claro si habrá o no independencia, si se va o se queda, o si de ciencias o letras.
En fin, parece ser que aparece en el guión el 155, un artículo de la Constitución española para suspender la autonomía territorial que, lógicamente, no gusta nada en Cataluña. Sea lo que sea, y proclame lo que se proclame, no hay duda de que nos esperan curvas y emociones, unos días moviditos donde quiénes sean de estómago delicado terminarán echando la papilla.