― A ver señor, cuéntenos como puede ayudar a mi amigo ―dijo Alfonzo bastante interesado.
El viejo secaba sus manos con un trapo y aprensivamente respondió:
― Esa pregunta debe hacerla tu compañero. No es tu asunto.
― Dímelo entonces ¿Qué esperas viejo? ―desafiante respondí.
― Faltan diez minutos para que sean las doce, este lugar cierra a las dos de la madrugada. Cuando termine mi jornada hablaremos. ― El viejo se alejó para continuar laborando.
Desde ese momento la ansiedad comenzó a engordar en mis entrañas. Como si aquella expectativa hubiera hecho mella en el efecto del alcohol. Estuve calculando. Pensando.
― Deja de darle tantas vueltas Leo. Esperemos a ver qué sucede. Me gusta tu determinación, aunque de cierta manera siento que a veces te expones demasiado con algunas palabras.
― ¿Cuáles palabras? ¿de qué hablas? Ya estás bien borracho hermano.
― Si vieras tu facha no me dirías eso. Comparado contigo estoy como una lechuga. Ja,ja,ja. Hablo de eso que escribiste.
― ¡ah! es eso…
― La vida es una sola. Sé que lo sabes, pero a veces necesitamos escucharlo. ―Colocaba su mano en mi hombro para animarme mientras lo decía― ¿quieres otra cerveza?
― ¿No te parece un misterio todo esto? Si, pide más cerveza. ―Intenté acallar la ansiedad que hacía festivales en mi estómago y se manifestaba con movimientos discretos de mi pierna derecha.
― La vida entera es un misterio Leo. Si viviera pensando en ello estaría en algún sanatorio mental. ¡Ey viejito! Por favor un par de cervezas por acá. Oye, creo que no le agrado mucho a tu amigo cantinero.
― Hermano eres un entrometido ja,ja,ja.
Pasó volando el tiempo. Según mi reloj restaban quince minutos para que el bar cerrara. El lugar ya estaba quedando vacío. Además de nosotros, había una pareja en una de las mesas cercanas a la entrada del establecimiento. Habían estado allí toda la noche un poco subidos de tono.
― Vamos afuera muchachos. Vengan por aquí. ―Dijo el cantinero.
Haciendo señas con la mano, nos indicaba a Alfonzo y a mí la dirección hacia la puerta trasera; la salida para el personal de trabajo. Este tipo no me daba buena espina, pero la confianza con la que hablaba hacía dudar a cualquiera. El suelo estaba bañado con aceite comestible y restos de detergente desengrasante. Camine con cuidado para no resbalar, mi equilibrio y mis reflejos no estaban en su mejor momento.
Bajamos algunos escalones de tramo corto. Una vez reunidos los tres, el viejo pidió un cigarrillo. Se lo di y le pregunte qué haría para ayudarme. Ya había esperado suficiente. Prácticamente toda la noche.
―Leonel ¿crees en lo sobrenatural? ―Me preguntó exhalando una densa bocanada de humo. Sorprendido enmudecí un instante.
― ¿Eh? ¿a qué se refiere con eso señor? ¿me hizo esperar toda la noche para esto?
―No perdamos tiempo, te haré creer. Sígueme.
No recuerdo la distancia aproximada de nuestro recorrido. Viramos a la izquierda al final de un par de cuadras y dimos a una calle poco transitada. Anuncios publicitarios desteñidos, tiendas de fachada descuidada, y talleres de reparación abandonados lucían su desencanto. Unas farolas parpadeantes alumbraban tenuemente la decadencia del lugar. Justo en las farolas el viejo se detuvo, estas daban hacia un estrecho callejón del cual no se podía ni siquiera vislumbrar el fondo.
―Vengan. Es por aquí. ―El hombre parecía ansioso.
―No entraremos a ese lugar ―dije suspicaz ¿Qué pensaba ese viejo? ¿Qué éramos idiotas? Tal vez había una banda de rateros acechando para robarnos en medio de la penumbra ¿Quién le hacía favores a un par de borrachos a las dos de la mañana en una calle abandonada? Éramos unos ilusos―. Larguémonos de aquí hermano. Esto no pinta bien.
―Leo relájate. Sigamos al viejito. Todo mundo no está interesado en joderte. Este tipo está ofreciéndote ayuda. Acepta. Deja la paranoia.
En silencio entramos apretujados al callejón. Seguimos al viejo cantinero. Yo jugaba con las llaves en mi bolsillo para tranquilizarme. El olor penetrante del musgo de las paredes me distrajo por un instante. A nuestros pies un lodazal que no cubría por completo la suela del calzado. Al término del callejón un pequeño terreno cubierto de césped frondoso se interponía entre nosotros y la casa. Brisa fresca y luz de luna blanca hacían juego con la madrugada. Caminamos sobre el espeso engramado hacia la casa, se veía solitaria y oscura. En el zaguán nos recibió una mujer misteriosa sentada en su mecedora. Llevaba puesto un vestido negro de apariencia astrosa, y diversos abalorios decoraban sin éxito su proporcionada y atractiva figura.
― ¿A quién nos has traído ahora Jacinto? ―La dulce voz de esa mujer erizo mi piel.
― Son amigos que conocí en el bar. Este de acá necesita un poco de tu ayuda ¿puedes hacer un acto de caridad?
― La chica no lo quiere. No podemos hacer nada. Ni siquiera piensa en él. ―La mujer dijo aquello como si fuese una verdad absoluta e irrevocable.
Sorprendido y temeroso no entendí lo que pasaba. Pero era claro que la mujer conocía mi situación.
― Espere un momento ¿Qué sabe de ella? ¿Qué quiere? Puedo pagarle lo que me pida. Solo hágala volver. ―La ansiedad se apoderó de mí. Hable desesperado.
― Hijo mío, no necesito tu dinero. Acércate, dame tu mano. ―Lentamente me aproxime y tome su mano―. ¡oh! Un hombre enamorado. Hijo ¿Cómo has pasado tanto tiempo sintiendo esto? ¿Cómo es posible que no te hayan correspondido? Que perra vida llevas.
Alfonzo y el viejo cantinero permanecían en silencio, observando discretamente lo que sucedía. En un breve instante noté que hablaban entre dientes. No logré leer sus labios.
La mujer nos invitó a pasar. La casa solo estaba iluminada por velas de tamaño variable, puestas en platillos sobre el suelo, otras sobre entrepaños en lugares estratégicos. El incienso desprendía un aroma dulce, exquisito. Ella caminó con elegancia hacia el circulo delineado en el suelo de la sala. Encendió velas negras y rojas entorno a este usando cerillos de madera.
―Hijo acércate. Siéntate aquí mismo. Escucha con atención. Tienes que estar seguro de lo que haremos a continuación porque este conjuro es muy poderoso. No podremos revertirlo luego de invocarlo.
― ¿Esto puede lastimarla? No le haremos algún daño ¿verdad? ―Mi sueño era ver de nuevo su sonrisa para mí, que me amara como antes. Que fuéramos felices.
― El daño que ella recibirá será insignificante comparado con el amor que sientes. La chica te amará con locura hasta el final de sus días. Tu solo deberás cuidar de ella hijo.
Lo pensé unos segundos. Aquello era arriesgado, pero a la vez era mi única esperanza. Una oportunidad irrepetible. Después de tanto tiempo ella volvería a quererme. Solo de pensarlo mi mundo daba vueltas, y no había dudas para hacer ese, y miles de conjuros de amor eterno. No pude ver más allá de mis ganas de verla. Mi princesa; mi amor, mi vida entera de vuelta.
― ¡si! ¡Hagámoslo! ¿Qué necesita de mí? ―dije con fé en lo que nunca creí. Con la esperanza de quien agota su último recurso. No había nada que perder, ya todo estaba perdido. Si no funcionaba al menos lo habría intentado.
― Dame tu mano.
Extendí mi brazo hacia ella con la energía de un niño que va a recibir caramelos.
― Aguanta. ―dijo con seriedad.
Con una afilada navaja pinchó el pulpejo de mi pulgar. Tomo mi sangre con la punta de una delicada pluma negra, y escribió mi nombre y el de Irene en un papel amarillento, junto a un conjuro que decía en su última línea: «Para que vengas a mí, llena de amor y atención como manso cordero». Lo dobló cuidadosamente a la mitad y gesticulando me pidió sostenerlo. En tanto eso ocurría, Alfonzo y el cantinero observaban de pie junto a la puerta de entrada.
― Piensa en ella Leonel. Recuérdala. Llámala desde tu interior. Llama a su nombre en tu pecho con cada latido. Tienes que visualizarla a tu lado hijo.
Yo la veía hasta en mis sueños. Aquello no era nada complicado.
― Irene ―dije una y otra vez sincronizando con cada latido, con cada respiro, con cada pelo de mi cuerpo.
― Debes cerrar los ojos muchacho. Concéntrate. ―Gritó el cantinero, quien seguía cuidadosamente todo el proceso.
― Quema el papel hijo. Quémalo ahora. Muy bien. Ahora deja caer las cenizas aquí dentro del círculo. Ve en paz a casa hijo. Descansa.
Me levanté desconcertado y con las piernas adormecidas. Me sentí aliviado.
― Si esto funciona les hablare a todos sobre usted. Le recomendaré con mis amigos. ―dije a modo de agradecimiento.
― No, no es necesario nada de eso. Sé feliz hijo. Ve.
Tan pronto la mujer se despidió, salimos de la casa de nuevo al callejón lodoso. El cantinero nos dejó en las farolas. Alfonzo me acompaño hasta el departamento y resolvió quedarse.
Casi nunca llego tarde a mi trabajo, pero esta vez no me quedo otra opción. Necesitaba descansar. Mi jefe no hizo ningún reclamo al verme llegar a las 9:30 de la mañana. Mi reputación era intachable y un contratiempo podría ocurrirle a cualquiera.
Había clientes esperando sentados al frente de mi oficina; me distraje contándolos mientras andaba y tope violentamente contra ella, contra su hermosura. Quedé helado al ver sus ojos café, abiertos como platos fijos en los míos. Quedé paralizado como si de ello dependiera mi vida.
― Irene… Lo siento ¿estás bien? ¿te he lastimado?
― Estoy bien, no pasa nada. Tu ¿Cómo estás?
¿Yo? Yo estoy enamorado de ti ¿Qué no lo ves? Tonta. ¿Qué iba a responderle? No se me ocurría nada más que lo normal.
― Estoy bien. Gracias. Buen día señores, por favor mantengan la calma. Atenderé a todos por orden de llegada. ―Hacerme el desentendido es mi especialidad. Créanme, es mi jodido talento―. Bueno, no hubo huesos rotos. Voy a trabajar.
― Si, no hubo heridos. Jaja oye Leo… ¿vamos por un café al salir? ―viaje al pasado al escuchar su tono de voz. Fue exactamente igual a aquellos días en los que andábamos.
Podíamos comprar el cafetín para nosotros. Podíamos comprar hectáreas sembradas de café. Podíamos tener hijos de café, una casa y un perrito de café. Podíamos hacernos un mundo de café. Todos mis cafés eran con ella.
― Si claro, porque no. Tal vez tarde un poco más porque he llegado tarde hoy. ―dije como si no estuviera muy interesado.
―Te esperaré, no te preocupes. Tu no me dejes mal. ―Hizo énfasis levantando su voz en «tu no me dejes mal»
― Te veo al salir. ―dije coqueteándole.
Enseguida entre a mi oficina y comencé a trabajar. Muchos clientes se beneficiaron de mi buen humor esa mañana, y pudieron asegurar bienes que otra empresa aseguradora habría rechazado sin dudarlo. Me gusta arriesgarme, me ha salido caro, pero también me ha servido para aprender.
Conté las horas, solo faltaba un cliente además del que estaba en mi oficina. Faltaba poco para ir por el café con Irene. Termine lo más rápido que pude y llame al último cliente. La puerta se abrió lentamente y ella entró.
― No quiero esperar más ¿Vamos por nuestro café? ― dijo entusiasmada.
― ¿Qué sucedió con mi último cliente? ¿lo has corrido?
― Yo soy tu ultima cliente del día. Vámonos ya.
En silencio caminamos juntos. Yo la miraba de reojo disimuladamente. Amaba cuando pintaba sus labios de rojo. En cambio, ella me veía con tanta naturalidad que yo en algunos instantes cedía e interceptaba con ella la mirada. Llegamos al café. Nos sentamos en un lugar apartado al aire libre, cercano a un radiante jardín de tulipanes y girasoles, gardenias y jazmines. Pedimos nuestro café. Yo como siempre encendí un cigarrillo.
― Te preguntaras porque te he invitado un café…
― Luego de no haberme invitado ni un vaso de agua durante casi tres años; es lógico ¿no crees?
― Leonel, he sido una tonta. Todos me lo han dicho. Mi madre y mi mejor amiga siempre me recuerdan lo bueno que fuiste conmigo. Yo debí escucharte cuando quisiste darme tu explicación. Yo…
― Irene, no te sientas mal por el pasado. Ahora estamos acá. Puedes decir lo que quieras.
― Vuelve conmigo Leonel. Suena loco, lo sé. Pero siento que eres el amor de mi vida. Siempre has sido tú. Fui una tonta, perdóname por favor. Todo este tiempo te deje tan solo ¿aún me amas? Dime que aún me amas Leo.
La frecuencia de cada latido aumento drásticamente. Me convertí en el hombre más feliz del mundo aquella tarde.
― Cállate ―no le permitiría que rogara más por el amor del que era dueña.
Me acerque rápidamente y la bese. No había nada que decir, ni que pensar. Había mucho que sentir. Sus besos seguían siendo dulces. Sus labios los más suaves.
― Irene, nunca he dejado de quererte ¿Cómo no lo notaste? Deje muchas señales.
― Si, lo note. Pero fui tan tonta que no me importo. Nunca más te dejaré solo. Lo juro.
Dejamos el pago y la propina sobre la mesa. Ya oscurecía. La tomé de la mano; salimos del lugar y tomamos un taxi enseguida. Nos besamos tanto que el chofer tuvo que intervenir tosiendo.
Cuando llegamos a mi departamento nada impidió que la hiciera mía. Yo no dejaba de pensar que aquello era un sueño. Irene estaba en mi cama amándome igual que antes. Su olor, la suavidad de su piel, sus besos; todo permanecía intacto. Mi vida de nuevo estaba en orden; sin embargo, algo no terminaba de concordar. Algo no conectaba. Pero seguramente eran aprensiones mías por tantas emociones encontradas.
Todo resulto de maravilla los días siguientes. Aquella extraña mujer que hizo el conjuro tuvo razón. Irene había vuelto a enamorarse de mí. Pasamos la mayor parte del día juntos, aunque solo fue hasta que me ascendieron en el trabajo. Fui enviado a otra sede de la empresa, apartada del centro de la ciudad. Mi tiempo se redujo drásticamente, pero la remuneración era casi tres veces mejor que la anterior. Regresaba cada vez más tarde a casa porque se acumulaban encargos y quehaceres.
Una de esas noches regrese muy tarde. Ella me espero hasta dormirse en el sofá. Dejo mi cena sobre la mesa. Me acerque a ella y note que estuvo llorando. En días pasados la había observado algo compungida. No entendí lo que ocurría. La bese, ella despertó y dijo:
― Soñé que me dejabas Leo. Dime que nunca me dejaras.
Esto había comenzado a cambiar de color. Irene estaba sufriendo por mí. Aunque no me dijera nada, lo podía percibir a diario en nuestras despedidas. Estar lejos de mi resultaba ser un infierno para ella. Ella literalmente me necesitaba.
― Amor eso nunca va a suceder. Aquí estoy. Mírame. ―dije para serenarle.
Salimos juntos a nuestro trabajo el día siguiente. Irene estaba triste, cada despedida por mínima que fuera era una tragedia para ella. Ella terminaba su jornada a las 3:00 de la tarde, yo debía salir a las 8:00 de la noche y algunas veces un poco más tarde. Me desocupé justo a tiempo ese día y fui por comida china y malvaviscos. Le compre una bellísima rosa roja. A Irene le encantaba, seguro eso la haría sentir mejor.
Llegue al departamento y le llame, ella no contesto. Un lúgubre silencio me hizo prever lo peor. Tiré las compras en el suelo y corrí a la habitación. Irene estaba tirada en el suelo al pie de la cama, con un blíster de pastillas vacío y un vaso old fashion con vodka derramado en el suelo. El doctor dijo que eran benzodiacepinas potentes. Irene estaba en coma profundo y el pronóstico era desfavorable, la enfermera me insto a no perder la esperanza.
El amor de mi vida respiraba asistido por máquinas de ventilación mecánica. Todo era mi culpa. Maldita sea. Irene podía morir por mi egoísmo. Si algo le pasaba no me lo perdonaría jamás. Junto a su camilla tomé sus manos frías y le regalé su rosa roja. Su piel estaba afieltrada y pálida. Comencé a llorar como un niño ―No hay mundo de café sin ti. No quiero nada sin ti Irene. Tienes que ponerte bien mi amor―. Inmediatamente el monitor que mostraba sus signos vitales comenzó a parpadear con luz roja y a emitir sonidos agudos. La línea de su pulso era irregular. Las enfermeras llamaron de inmediato a los médicos, quienes me echaron de la habitación. Desde afuera podía escucharlos decir: «Fibrilación ventricular, inicien protocolo de RCP avanzada, pongan adrenalina. Hay que desfibrilar».
Los celadores del hospital me arrastraron hasta la sala de espera porque me deje caer en la puerta de la habitación. Todos nuestros mejores momentos se proyectaban en mi cabeza. Entonces pensé en la mujer que vivía al cruzar el callejón, la hechicera. Ella tenía que ayudarme. Ella salvaría a Irene y todo iba a estar bien.
Salí del hospital y tomé un taxi hasta el bar. Pregunté por el viejo cantinero y me dijeron que era su día libre. Maldición tendría que ir solo. No le di más vueltas y resolví partir solo a la casa de la mujer del callejón. Intente reproducir en mi mente la dirección del lugar. Corrí, cruce a la izquierda al pasar dos cuadras y ahí estaban las farolas tristes. Directo y sin pensarlo entre al callejón. Llegué a la casa, desde exterior podían verse las luces de las velas que escapaban por las ventanas de madera vieja.
Entré, no había nadie en la casa. Llame y nadie respondió. El circulo seguía en el suelo de la sala. Encendí las velas y en vano comencé a revisar toda la casa en busca de algún documento que me ayudara a deshacer el hechizo. No encontré nada. Me tumbé dentro del círculo y comencé a rogarle a lo que fuera que estuviera allí que me ayudara.
― Levántate hijo. Te dije que el conjuro era poderoso y que debías cuidar bien de la chica ¿Por qué la has dejado sola?
Me di vuelta, y ante mí una anciana encorvada de cabellera blanca se sostenía con un bastón. Llevaba puestos los mismos atavíos que la atractiva mujer que hizo el conjuro la primera vez que estuve en esa casa.
― Ayúdeme, Irene está muriendo por mi culpa. Ayúdeme por favor. Le daré lo que me pida.
La señora se acercó a la esquina de la sala más próxima a la ventana y levanto algunas tablas del suelo, extrajo un robusto libro negro cubierto de polvo; lo coloco dentro del circulo y lo abrió de rodillas frente a mí. Pasaba con rapidez las páginas desgastadas y carcomidas por la polilla hasta que se detuvo. Se guiaba deslizando su dedo entre las líneas para poder leer.
― Hijo ¿Hasta dónde estás dispuesto a llegar por salvar a la chica? ― Su voz era grave y temblorosa.
― Dígame que materiales necesita. Buscare lo que usted me pida. Solo sálvela por favor. Revierta el conjuro. Ya no importa si ella deja de amarme. Le pagaré lo que me pida.
― La sombra de la muerte esta sobre ella, ningún médico podrá arrebatársela y el dinero nunca podrá pagar por una vida. Verás hijo, la chica sintió que te perdió e invoco la muerte, y cuando esta llega es inexorable.
― No me diga eso. Yo sé que usted puede ayudarme. Debe haber algo que podamos hacer. Mi vida no tendrá sentido sin Irene. Por favor tiene que ayudarme. Yo le daré lo que me pida.
― Hijo ¿Entregarías el alma por amor?
― ¿Por qué no me pregunto eso antes? ―esta vieja decrépita pensaba que yo estaba bromeando― por supuesto que sí. Si volviera a nacer mil veces, mil veces vendería mi alma por verla sonreír ¿Qué es lo que tengo que hacer? Démonos prisa.
― Bien. Desvístete por completo. Hay que prepararte para ofrendarte.
Enseguida me quite toda la ropa. La anciana me ofreció una túnica negra. Encendimos velas negras. Entonces escribió en papel viejo todo lo que yo pedía, y como la primera vez, pincho con la navaja mi dedo índice y tomo la sangre para escribir. Se podía leer con dificultad mi nombre al lado de la Santísima muerte.
Yo era culpable de todo lo que sucedía, por lo tanto, estaba decidido a salvarla. La anciana puso su mano sobre mi cabeza y comenzó a repetir oraciones en latín. La fuerte ráfaga de viento que entró por la ventana apagó todas las velas de la casa, y mi cuerpo se desplomo dentro del círculo.
Irene va los fines de semana al café cuando termina su jornada de trabajo. Sentada en el jardín entre tulipanes y gardenias, con sus hermosos labios rojos pronuncia mi nombre al viento diciendo que me ama. Ella siente mi presencia, porque su piel se eriza cuando beso su vientre.
Si mi relato te ha gustado por favor házmelo saber, me gustaría conocer tu opinión.
Si te han gustado las imágenes que he utilizado en esta publicación a continuación podrás revisar detalladamente:
Soy @nestortvzla. Gracias por leerme.