Sigo esperando que mi esposo guarde su camisa

in spanish •  5 years ago 

Algunas veces, los momentos tranquilos del matrimonio son los que ofrecen las verdaderas pruebas de resistencia.

No iba a dejar que esa camisa me derrotara.

Había estado allí por días, acumulando polvo, encima del armario de nuestro pasillo del piso de arriba, justo afuera de nuestra habitación. Tenía que haber una razón de que hubiera terminado allí. Quizá mi esposo, Doug, estuvo a punto de usarla un día y cambió de opinión. Tal vez estaba apurado por irse al trabajo y no tuvo el tiempo de guardarla. Tenemos dos niños pequeños, así que las mañanas suelen ser ajetreadas.

La razón por la que había terminado en el pasillo, a apenas siete pasos del armario de mi esposo en nuestro cuarto, era un misterio. No es que el pasillo sea el lugar donde él acostumbra cambiarse de ropa.

Luego de una semana, tomé la camisa y la puse en su armario, pero estuve molesta durante esos siete pasos que di porque, al hacerlo, estaba básicamente enseñándole a mi esposo que, si dejaba las cosas tiradas el tiempo suficiente, yo las guardaría. Me la paso todo el día recogiendo el tiradero de nuestros hijos, que tienen 9 y 7 años. ¿Debía ahora también recoger el tiradero de mi esposo?

La camisa en cuestión era una polo blanca, aparentemente inofensiva. Al principio, me pareció gracioso que mi esposo la dejara allí por tanto tiempo. ¿Era incapaz de verla? ¿Estaba traicionándome mi mente? ¿En realidad existía la camisa?

Sabía que no debía convertir una cosa tan pequeña en un problema. Ese es exactamente el tipo de actitud quisquillosa —llevar un marcador ficticio— que puede destruir un matrimonio. Pero, aun así, seguía molesta.

Le conté a mi madre.

“Tu marido es un doctor”, me dijo. “No tiene tiempo para estar acomodando camisas. Guárdala y ya”.

Le conté a mi terapeuta.

“No tienes que decirlo como queja”, me dijo. “Solo menciónaselo de pasada. Indícalo. Dile: ‘Oh, esa camisa sigue allí’”.

No les hice caso. En vez de eso, decidí realizar un experimento: no movería la camisa. Quería ver cuánto tiempo le tomaría a Doug guardarla en su sitio. Cada día que pasaba, me recordaba que estaba defendiendo una postura. No había marcha atrás.

Cada matrimonio tiene su propio modo de funcionamiento. Como escritora que trabaja desde el hogar, hago la mayoría de las cosas que hace una madre que está todo el día en casa: lavo la ropa, cocino, cuido a los niños. (Hago mucho más que eso, pero tú me entiendes). Doug trabaja tiempo completo como doctor y está de guardia cada tres noches y cada tres fines de semana.

Cuando está en casa, ayuda más que la mayoría de los esposos que conozco. Saca la basura, desocupa el lavaplatos, insiste en acostar a los niños las noches en las que puede hacerlo. (Hace mucho más que eso, pero tú me entiendes). Como muchos maridos, por lo general da detalles de todas las cosas que hace en la casa, ansioso por recibir su medalla.

Doug es un padre y esposo maravilloso, pero esto no tenía que ver con la división de tareas. Esto tenía que ver con el hecho de que yo limpiara su desorden, y no quería hacerlo, así que el experimento siguió. Esa camisa se quedaría encima de ese armario hasta que él la guardara. Era un “juego de la gallina”, pero sin oponente.

Cada mañana me acercaba a la camisa, buscando pistas. ¿Estaba un centímetro más a la izquierda? ¿La habría tomado mi esposo con la intención de regresarla a su armario y luego habría cambiado de opinión? A veces creía que sí, pero al inspeccionar más de cerca, no. La camisa no se había movido. Ni un centímetro.

¿Se sentiría sola la camisa allí en el pasillo? ¿Extrañaría a sus amigos polo de muchos colores en su armario a los que sí sacaban a pasear y exhibir los fines de semana y los “viernes informales”? A veces parecía como si la camisa realmente me hablara cuando pasaba junto a ella, suplicándome. “Sería tan fácil para ti”, decía la camisa, “tomarme y llevarme a casa”.

“Esta es tu casa ahora”, pensaba.

Pasaron semanas. Meses. Algunos días ni siquiera me fijaba en la camisa. Otros, estallaba de ira.

Empecé a contarles a mis amigos. Sus opiniones sobre lo que debía hacer eran como una prueba de Rorschach que revelaba si las dinámicas de cada matrimonio eran saludables y comunicativas (“¿Le dijiste que estabas molesta?”) o serviles y reprimidas (“Ya guárdala. Es solo una camisa”).

Seis meses después, la camisa seguía allí, ya como parte de la exhibición permanente de objetos preciosos del lugar: una foto de mi madre con nuestros hijos, los candeleros de mi abuela y la camisa blanca polo de mi esposo (la cual se había vuelto significativa por una razón enormemente distinta).

En nuestros diez años de matrimonio, Doug y yo hemos pasado por muchas cosas. Cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo, mi madre tuvo que someterse a una cirugía a corazón abierto de emergencia. La noche antes de la operación, yo estaba inundada en lágrimas, sin aliento, convencida de que moriría, mientras Doug me masajeaba la espalda y me aseguraba que todo iba a estar bien. Y así fue.

Luego, en la semana 31 de mi embarazo, entré en labor de parto prematuro. La noche que fui admitida en el hospital, un médico interno me enumeró la lista de cosas que podían salir mal, mientras, con su mirada, buscaba la aprobación de Doug, un médico tratante de ese hospital. Doug le dijo que podía irse y, apenas se cerró la puerta, me dijo que todo iba a salir bien, y así fue. Di a luz a un bebé sano a las 34 semanas.

Cuando nuestro hijo tenía un mes de nacido, el padre de Doug fue diagnosticado con cáncer cerebral. Doug no me dijo que todo iba a estar bien, y no lo estuvo. Su padre falleció quince meses después, cuando yo ya estaba embarazada de nuevo. La última conversación que Doug tuvo con su padre fue para contarle que yo tenía cinco semanas de embarazo.

Con mi segundo hijo, a la semana 28, volví a entrar en labor de parto prematuro. Me quedé en el hospital tres semanas en cama, en reposo absoluto, lejos de mi esposo y de mi hijo de casi dos años, temiendo por la vida que tenía dentro de mí. Era posible que naciera ciego y sordo, si es que llegaba a sobrevivir. Pero en la semana 31, di a luz a otro bebé saludable, el cual recibió el nombre de mi suegro.

Habíamos sobrevivido sustos y tragedias, y nuestro matrimonio era más fuerte gracias a eso.

Pero esa camisa.

Yo sabía que solo era una camisa. Pero mientras más tiempo la dejé allí, más se convirtió en un símbolo de algo más grande. Después de todo, estaba criando dos hijos, y ellos no podían crecer con la idea de que el trabajo de una madre era recoger el tiradero de todas las personas de la casa. Tenían que aprender a arreglar su desorden. Tenían que aprender a lidiar con sus propios desastres, grandes o pequeños. Yo no iba a estar allí siempre para limpiarlos, literal o figurativamente.

Empecé a notar la camisa de nuevo y a imaginar sus movimientos. ¿La tomaba Doug para luego soltarla, negándose a guardarla? Eso sería una locura. Incluso la cogí una o dos veces, en días en los que mi voluntad parecía desvanecerse. Pero me mantuve firme. No podía dejar que la camisa ganara.

Y, de repente, un día la camisa desapareció. Casi no podía dar crédito a mis ojos.

“Guardaste la camisa”, le dije a mi esposo esa noche, incrédula.

“¿Cuál camisa?” preguntó.

“La del pasillo de arriba”.

“Ah, sí”, dijo, como si no tuviera mayor importancia. Como si yo no hubiera desarrollado una relación con esa camisa. Como si no significara nada para mí.

Luego pasó a enumerar una lista de otras tareas que había realizado, mientras me dedicaba una brillante sonrisa, esperando su medalla.

“Gracias”, le dije.

“Oh, no fue nada. También guardé esas calcetas tuyas que estaban en el vestíbulo”.

“¿Cuáles calcetas?”.

Las calcetas en cuestión resultaron ser mis calcetines para hacer ejercicio. O, para ser más precisa, los calcetines para el plan de ejercicios que al final no realicé. Y en vez de dejarlos allí donde no iban, mi esposo amablemente los había guardado por mí, lo que me hizo sentir aún más tonta por haberle dado tanta importancia a su estúpida camisa.

Esto es lo que sucede con los matrimonios. Nos comprometemos a permanecer juntos en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, asumiendo que los tiempos duros son la prueba de resistencia. Pero ¿y si es lo opuesto? ¿Qué sucede si los tiempos duros sacan lo mejor de nosotros y nos hacen enfocarnos en lo que es importante, mientras que la zona de peligro es cuando nos sentimos tan seguros que nos permitimos obsesionarnos con una camisa olvidada durante ocho meses?

¡Ocho meses! Realmente la dejó allí durante ocho meses. Y, al parecer, yo también.

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