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… la vida del pendejo es triste.
(Sabiduría popular)
Puertolandia, ábreme tus puertas, musitaba aquel, en la vagoneta adornada de americanas rubias, de importadas calcomanías de ferias, de vacaciones de hambre interminable. La vida comenzaba antes del amanecer en la carpa roída, terminando en ella misma, como globo infinito, aquellos inviernos pasados, entrañables. Caminaba su hija mayor por el almacén, se intercambiaba las cholas viejas por unas nuevas idénticas. En medio de los pelos ensortijados se escondía la cara perdida de la madre, dejada atrás como una bruja. La cantaleta, amigo, el hombre que le reza a Dios sin creer en él, se hace la cruz mientras la niña avanza, lenta, pensando en el frío y el calor del país que dejó atrás, infantil, la filosofía del necio que pide el favor sin pensar en retribuir la carga. La madeja y el calambre del pasado que pesa, ¿no? El hombre sigue pensando en la noche, en la fiesta de cumpleaños de alguna de las otras y se divierte, mientras le tiembla la cosa que tiene por mano. El volante, sobado, brillante, y el tablero que deja ver el parabrisa nevado en sus bordes. Vuelve y repite, Puertolandia, ábreme tus puertas y deja que entre y sea lo que vine a buscar. Entra la niña con el bojote, ve las cosas que le vino a pedir. Cómo pagaste, pregunta. Con nada, me vine sin que el guardia se diera cuenta, responde. La vida sigue en el carrusel. Pasan al frente de la feria, la primera con que empezaron la vuelta a mundo en mil años. Se recuerda de su hermano menor, el niño, pobre, se apretujaba contra sus hermanas y lloraba por su mamá, y si aquel se enteraba, si oía su nombre venir por alguno de los aires respirados, estallaba en ira, y las correas, los números de las correas, los niños saltando unos sobre otros, la teoría animal, si no los alcanzaba en el momento esperaba a que llegaran a la carpa, después de la lluvia o la nevada, y les quitaba la cobija, Que duerman con frío esos coños emadre, y que no vuelvan a nombrarla, ni a hablar en español. Claro, el idioma tiene la culpa. Esa raza descubierta por españoles, como si la hubieran hecho con miao. El idioma, la pesadez de la realidad, que el extranjero no es nada sino eso, extranjero. Quién le dijo que se fuera, nadie sabe, su calaña, su peso, su arroba innecesaria. Vio el paquete en la casa, el departamento pequeño de los suburbios, y Por qué, se pregunta, quedo, muy adentro, para que nadie le note la decepción de ser un pendejo, porque vivió en las mejores zonas, las palaciegas comarcas de su país de origen, y dejó el origen por la cagada del desarrollo. Bienvenido a los Estados Unidos de América, bruto, maldito come mierda. Ahora ve el paquete y se da cuenta que la vida es una caja de sorpresas. No piensa, razona o calibra pensamientos, despotrica contra la mayor, le dice que es igual a su madre, que es una bruja, una persona de poco valor, una puta. Aquella le pide que pare, No me pegues más papá, yo te quiero mucho papá, soy tu hija papá, I love you daddy, Don
t hurt me, y el viejo no para los puños cerrados. Toma la correa que utiliza casi siempre, orgulloso de su poder le dice que se desnude, frente a sus hermanas la coloca en posición, se deja la niña, qué va a hacer, es inocente, es la vida diaria, es el desarrollo. Sus nalgas blancas dibujan un corazón al acomodar sus manos sobre la mesa de la cocina, y calzada con las cholas nuevas que ven temblar al intento de resistencia, cada latigazo y los pies se desmoronan pero resisten al final, no morirán en la orilla. El padre suda, y le sigue rezando a Dios, y Dios voltea a otro lado. Se seca con la camisa, se va desabotonando mientras le dice a los otros Esto pasa cuando yo los mando a comprar algo y me traen otra cosa, se me van al cuarto y el que se asome en la puerta lo jodo. Voltea y los mira petrificados, y la milésima de segundo en que corren, y la otra milésima en que se cierra la puerta del cuarto, y la otra cuando se apaga la luz que escapa de mirona por el rodapiés. Se dirige al oído de la niña que llora, hipea, para decirle tranquilo, como si nada ha pasado, como si nada fuese a pasar, Abre las piernas.
Al terminar, el señor H… se dedicó al baño, al champú, a la afeitada, a montarse en la ranchera, leer la dirección y buscar a su mujer. Al terminar la niña, su hija mayor, lloró morada, adolorida en el piso de la cocina, se secaba las lágrimas con el aire que pasaba por la ventana del balcón, mientras la luz volvía a asomarse curiosa, y los niños a salir temerosos, sin dejar de preguntarle si el viejo se había ido. Entre las otras dos la ayudaron a levantarse, bañarse, curarse las heridas. Ella se peinó como pudo con el único brazo que le quedaba firme, y sonrió con su boca hinchada de dolor. Se vio en el espejo con lástima y pensó que no le importaba nada. Qué más me va a hacer, si de todas maneras lo que hago no le parece bien, si me voy para donde… que más me va a hacer. Le dice a sus hermanas que se vistan, Nos vamos para donde… y ese donde, los muchachos en la noche temprana preparaban el polvo de la madrugada. No aspiraban el aire viciado por temor a enviciarse. El polvo blanco colmaba las paredes y una que otra vecina aturdida subía a cambiar favores por productos. Por eso cuando vieron a las niñas no les hicieron lo de costumbre, además que la menor sobraba. La pequeña, escapada de su asombro no sentía más que la necesidad del chocolate y la televisión. El sofá desnudo le entregó unos minutos de sueño, mientras los muchachos, los buenos muchachos, atentos, escuchaban, echaban los cuentos, cosas de niños inocentes. El novio de la mayor la vio con detalle, detrás del maquillaje, con sus ojos achinados, la observó lento, y le preguntó si había pasado otra vez. ¿Y qué puede hacer él? Es muy difícil. Él sabe más que cualquiera de nosotros. Él entiende del mundo más que ustedes. Nosotros conocemos otra manera de resolver las cosas. Y el ruido cercano de un carro conocido despertó a la menor. No notó el discurso de mafia elemental de la cocina detrás de ella. Salió dormitando un sueño en el que sus hermanas la dejaron sola con esos tipos, que solo le caían bien porque le daban todo el chocolate y la televisión que quisiera. Y camina, muchachita despistada, que va a su casa por temor a su papi. No hay tiempo, el viejo llegó solo, creyendo que algo se le olvidó. Es una carta, un papel necesario, una cosa que ella no sabe. No lo encuentra en la casa. Busca en el closet y no lo encuentra. No está en la gaveta de la entrada, tal vez en el cuarto de las niñas, que no están tampoco. A la mierda viejo, no hay hijas en la casa durmiendo. Eso quiere decir que en lo que te fuiste se fueron. Te las pagarán caro. Esta vez si que se pasaron. Ahora sí que estás molesto ¿verdad viejo? Y se dispara el señor H… a la puerta y la que entra siempre es la que paga los primeros platos. Y la azota contra el piso, mientras los vecinos que pasan cautelosos se ríen mientras la patea. Dónde están tus hermanas, tú sabes donde están, Yo te digo papá pero deja de pegarme. La levanta por su negra cabellera esperando respuesta. Ella señala la puerta, él la arrastra hacia la puerta y desde el marco señala el edifico de al lado, el primer piso, el departamento que tiene las luces encendidas. La deja caer y el reflejo de la calle aumenta su sombra que llora. Mucho llanto para un solo día señor H… ¿Y todavía reza? Se apresura, energúmeno a tocar la puerta, introducir su entrada de padre indignado. La piedra del lomo se cae. Los buenos muchachos están preparados. Uno con la .45, otro con el teléfono en una mano y el bate de béisbol en la otra. Llama, llama, antes que el viejo se vuelva loco y tumbe la puerta; Cállate, por si acaso dile a las muchachas que escondan la mercancía en el fondo falso del closet, rápido, yo me encargo del viejo. El viejo va por ustedes, niños y niñas, a los niños por las cabezas, a las niñas por…
-¡Abran esa puerta! – lo golpes son de miedo, su cara de miedo.
Y en el fondo, detrás de la puerta, con su mano sudada, su cara de rabia, entiende los porqués, no es tan malo, el negocio es el negocio, pero hay cosas que no se soportan fácil. Una niña, catorce años apenas, marcada con dientes y dedos de viejo, eso no lo soporta cualquier hijo de puta como Yo.
-Señor. Será mejor que deje la puerta. Ya llamamos a la policía. Vienen en camino.
Y la barrera se quiebra. El muchacho con el bate no alcanza a darle el toque. El viejo enfurecido toma el bate y forcejea con aquél. Caen al piso, ruedan por el piso. El otro que viene de ayudar a las muchachas los mira. La luz del exterior lo ciega por un instante, titubea, apunta, no dispara, le tiembla la mano, la furia del viejo ciega. El muchacho con el bate se zafa dejando el bate, aleja al viejo que tiene encima con las piernas, el viejo cae y se levanta como muerto y lanza el bate hasta que ve el arma, tembloroso, le apunta y no le dispara. ¿Por qué no le dispara? Se ven ya las luces azules y rojas detrás de la puerta derrumbada. El viejo se paraliza, tiene furia y miedo, y pregunta Dónde están mis hijas, y el muchacho con la pistola le responde con el dedo detrás de la ventana del baño. El viejo se asoma y las niñas se deslizan corriendo hacia la policía, mientras el muchacho sin bate lo empuja hacia fuera, y afuera lo espera una persona uniformada. El otro esconde el arma dentro del apartamento, se enjuaga la cara para sacudirse y al salir ve al otro hablando con la policía, le dice lo que el viejo hace, y el señor H… se ve en las esposas, su cara larga, que sigue rezándole a un Dios que no existe para él, piensa que, en algún momento todo volverá a comenzar, y que esta vez si será verdad, si logrará el sueño americano, solo que lejos de la América esperada. Esa fue la última vez en la que el señor H… se salvaría de la muerte a manos de otra persona. En la próxima no tendría tanta suerte.
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