Mi mamá era un beta. Una ecuación semántica greco informática definida por la pretensión de ser, si Dios quiere. Como una salvaje calma. El Perogrullo del sol en la tierra congelada. Quién se hubiera imaginado, después de hurgar en los secretos, que dentro de ella había un alma libre en un mundo cuadriculado. Que alguna vez viajó a Trinidad a buscar quién sabe si nuevos aires y experiencias, machucando un inglés primario que pudo dejarme en evidencia en alguna conversación codificada pobremente.
Siempre quise entender a mi madre, pero como un talentoso imbécil no me tomé la molestia, si ya en esta vorágine de mundo poco tiempo queda para entenderse uno mismo. Quería ser arquitecta, le escuché una vez. Escribió poemas en recetas médicas de una clínica en el Táchira con una letra difícil de descifrar. Pintó cuadros espantosos de naturaleza muerta que siempre tomé como vagos intentos ingenuos, llenos de líneas principiantes. La que fue policía para pagarse los estudios, cosa que a su papá nunca le gustó, y que lograra ser licenciada en un país donde la educación vale casi nada. Quería ser gimnasta, hasta que la mala leche que la persiguió gran parte de su vida la lesionó al punto de truncarla en el miedo de no seguir intentando, porque para qué. Pero venció al Caroní. Este río de aguas duras que llora nuestra tierra de roca, cuyo frío dejó en sus inciertos la huella del vértigo, de la oscuridad diáfana y carnívora, para no seguir intentando nada más. Acostumbraba a cantar en la ducha hasta que su único hijo, el imbécil, en plena sacudona adolescente le dijo con sobriedad de cura que no siguiera haciéndolo porque cantaba mal. Y enmudeció. Nunca más escuché la voz de mi madre cantar Conticinio, o Doña Antañona, o Criollísima, o algún golpe larense borrado de mi memoria, en ese baño que fue su baño por tantos años que resulta pedante recordarlo.
Mi madre, que era un beta sin quererlo, mucho antes que el término se hiciera esquema social para señalar intentos fallidos que quisieron ser algo que nunca lograron ser, tuvo la intención en mis quince años de regalarme un desodorante en espray para hombres, para descubrir que la lata vino perforada. La inexpresiva Blanca Lida que sé, porque me lo dijo mi esposa, lloraba escondida en su cuarto cuando en mis rabietas le sacaba en cara cosas sin importancia. Para qué reseñar el complejo concepto del centro de la vida que son los hijos, y que el ser beta no te deja esquematizar, torear los animales adjetivos, ni los predilectos caprichos de quienes te rodean. Hay defectos en la gente que por más que se esfuercen nunca serán efectos, como en las artes. Es mi madre, pues, el beta demostrativo de lo que Erich Fromm denominó como la utilidad de lo artístico: la permanente necesidad del hombre de volver a las realidades fundamentales de la existencia.
Así mi madre creó su mundo artificial, lleno de matas anacrónicas regadas en desorden a cualquier hora del día en contraprestación a las recomendaciones de la agronomía y la botánica; donde su pensión alcanzaba para comer; donde el sonido de la radio parecía formar parte de las paredes; donde le costaba un mundo bajar al brindis del 31 con su único hijo, el imbécil, sus nietos, y su nuera, la que en broma “no era” la que quería para su unigénito. Petrificada en la cuesta de los verdes ojos que nadie heredó, quizá por pichirrés de gente beta, ese estreñimiento emocional imposible de palpar caló en sus huesos al punto de romperlos, y por ese hilo se fue el suéter de aquella mujer capaz de llorar a moco tendido en el funeral de mi abuela homónima.
Pero venció al Caroní. Y no es fácil decirlo dentro de cualquier contexto. Que se le haya escapado a esta serpiente sin ojos. Aún en el shock del trauma que la apagó un buen tiempo después. Aún con lo difícil para sacarle una historia con pinza, y su negación a que ese hecho me sirviera de tesis para terminar de graduarme en una carrera de contradicciones. Y aquí estamos, mamá, en lo que debería ser un funeral nórdico, con tu cuerpo extendido sobre un pedestal de madera pálida mojada en aceites, armado encima de una curiara, y de fondo una guarura con rumor de Valkiria, donde al final de la curva de agua los presentes tuvieran la oportunidad de lanzar flechas encendidas y esperar que el fuego comiera despacio. Pero en tu caso nadie hubiera acertado a la barca. Las flechas encendidas habrían caído en el río apagándose, y tu cuerpo habría seguido sin remedio hasta el Orinoco, pasando por la orilla donde las distintas fundaciones de la que terminara siendo Angostura ensayaran asiento, donde los indios en Pedernales miraran extrañados tu estela pasar. Llegarías al Atlántico arrastrada por las corrientes hasta las puertas del Amazonas, extrañado por la vaina. Piratas somalíes cerca de Angola perderían la concentración ante el pasaje de una rara venezolana indocumentada, en bata dominguera, rozando las aguas del África vieja, en dirección a Australia, la cual lo más seguro pasarías por debajo, lo que es más frío y aburrido al evitar Indonesia, Nueva Zelanda y otras cosas interesantes.
Mi madre, la que fue un beta, le daría la vuelta el mundo sin ser ella, porque las contradicciones en la vida, esas donde la cinematografía nos inculca ser protagonista, no era lo suyo. Y no importa, porque es preferible pasar con trece mientras el trece sea tuyo, que muchos betas tratando de ser alfas se queman, pierden encanto y la batalla con el río, como es el deber ser. Que sea lo que sea lo hiciste tú, y en tu memoria trataremos que des la vuelta al mundo a partir de las estrellas que no heredaron tus ojos pero poblaron tu memoria. Que ser lo que fuiste no es pecado, y volver al río de tu conflicto es paz más allá de la tierra.
(*) Imagen libre de derechos de autor (pixabay.com)
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