Todo en blanco y negro.
El piso de madera era un espejo. La luz de la amplia cancha entraba por los ventanales largos que pegaban al techo, y todo, en su vacío, daba un aire de espera, como la llegada de una semilla en cofre con ruedas. Dos hombres trasladan el ataúd. Un caoba lustroso en el medio del espacio, libre de gradas, veteado de sol. De golpe, todo está lleno de gente. Los trajes formales, los llantos colocados en el sonido. La onda diurna del luctuoso hábito de lagrimear. Las caras largas. Las miradas bajas.
Américo Bermúdez. Arquitecto. Presentábase el genio con la ausencia. Lloraba sentido, a moco suelto. Inconsolable. Ni cuando la sala de conciertos Antonio Lauro cayó de pronto tras un aguacero de los que tapan la vista y murieron aplastadas ciento treinta y cinco personas. Ni cuando su padre se estrelló del borde del puente y se lo zampó el Caroní. Ni cuando nació Roraima un mayo de fin de siglo y la cargaba nervioso después de que el doctor le dejara cortar el cordón umbilical pensando inútilmente que podía manchar de sangre a una recién nacida cesareada. Lloraba con la cabeza entre las rodillas, como un niño, a sus cuarenta y pico de años debajo de una mesa que sostenía el termo con nestea que en la funeraria no servían todavía. En momentos álgidos se tomaba del pelo y parecía que podía arrancárselo de cuajo. Pero su llanto profuso se enmudecía en el mordisco al puño, a la manga del saco. Todo era saliva y lágrimas. De vez en cuando un sorbo de la botella que alcanzaba estirando el brazo hacia arriba.
Felícita, su madre, tomó aire antes de contestar el teléfono. Dan las casualidades fatídicas y los ecos, Américo la escuchó pronunciar: hijo, estás bien, allá. Él trató de incorporarse. Se dio un cabezazo. El piso recibió los puños del desquite. Cuando logró pararse, su madre, sorprendida, deslizó el celular por su costado derecho (el que él no veía). Le extendió la botella a la vieja mientras ella trataba de preguntarle dónde estaba, que hay mucha gente preocupada, mientras hacía las veces que recibía la botella. Américo la soltó antes de que la doña la agarrara. El estruendo sonó como hijo-estás-bien-allá.
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