Partir (un cuento sobre personas desesperadas)

in spanish •  7 years ago 

Estimada gente de Steemit: el cuento “Partir” pertenece al libro del mismo nombre publicado en Caracas hace ya veinte años. Revisarlo para esta publicación ha sido un ejercicio de contención: he debido refrenarme para no reescribirlo. Me parece que sigue siendo un cuento válido, pero ahora me acercaría a la historia de otra manera. Al final, pienso que lo más provechoso ha sido corregir algunos aspectos de la puntuación y algunas erratas, y conservar la historia como fue concebida originalmente. Espero que sea del agrado de ustedes. Se aceptan, y agradecen, comentarios.


Fuente

        Soy aficionado a los juegos de azar y a las carreras de caballos. Es un vicio que no pienso perder, a pesar de la mujeres que me aseguran que el dinero que tiro en las apuestas debería invertirlo en ellas. Puede ser.
        Debo haber visto a Mario muchas veces sin notarlo de verdad, como un elemento más del decorado del local de apuestas clandestinas. Lo de clandestinas es un decir, porque los gritos de los apostadores llegaban a la calle y no era infrecuente ver entre los clientes algún concejal o jefe policial. Insólito que tardara tanto en detallarlo. Por supuesto que todos los clientes habituales lo conocíamos porque era el encargado (gerente, dirían ahora) del remate de caballos y como tal estaba siempre presente. Pero al mismo tiempo sabía ocupar su lugar con una discreción que en sí misma hubiera sido escandalosa en otra persona.
     ¿Usted nunca ha estado en un remate de caballos? Lo suponía. Es una mezcla de hipódromo y gallera, sólo que los animales están a varios cientos de kilómetros, en la capital, y no se matan entre ellos, sino que compiten en la mera velocidad. Todo muy elegante en las patas de los caballos, y muy ruidoso y apasionado y violento en las voces de los hombres. Pasión por el dinero, pero también, y sobre todo, por el vértigo de la apuesta. Un hombre rompe una botella de cerveza, otro ríe y maldice; Mario era siempre ecuánime y sonriente. Sobrio presidente de una asamblea de borrachos. Acumulaba el porcentaje de la casa con una serenidad que, en algún momento imprecisable, descubrí era melancolía y resignación. Mi manera de desprenderme del dinero era parecida a la suya de ganarlo. Eso nos hermanó.
        No quiero que se confunda. De mi parte, la tristeza y el aburrimiento (aún no se ponía de moda la depresión) eran escasez de mujer y de dinero, dos cosas que siempre me han faltado y que ya comienzo a olvidar. Con Mario sucedía algo distinto, algo que me gustaría explicar con una sola palabra, a lo sumo dos, pero me veo obligado a emplear largas frases y comparaciones. Resultaba fácil de comprender (siempre que no pretendiéramos ponerle nombre) cuando se le veía en su lugar de trabajo, serio, sonriente y distante, atravesando sin arrogancia y sin afectación el mar de vulgaridades de los apostadores.
      Me explicó su lugar en la Empresa (la llamaba así, como otros dirían el Banco o la Oficina) con el ritmo demorado y un poco apático que la amistad de dos tipos solitarios impone. Hablábamos en ese bar que usted conoce, cerca de la gobernación, una casa vieja con columnas de madera, cielo raso por donde circulan ruidosas ratas y el inimaginable lujo de un piso de granito con incrustaciones de nácar. Eran las nueve de la mañana y bebíamos café.
        Ambiguos vínculos familiares lo habían llevado a convertirse en hombre de confianza de la Empresa apenas fue un joven contador recién graduado. Durante diez años había servido a sus patrones con una constancia que debía algo a esos vínculos poco claros, pero que al mismo tiempo lo excluían de los verdaderos negocios. De todos modos, como era serio, eficiente y honrado, se ocupó de variados asuntos: juego clandestino y contrabando, principalmente. Nada grave, en verdad. El tráfico de drogas y armas era casi desconocido en estas regiones en aquella época.
    Manejaba bastante dinero. Pagaba a los empleados, cancelaba alquileres, realizaba compras e inversiones; sin embargo, él vivía en forma modesta. Recibía un sueldo que le permitía alquilar un apartamento con vista al golfo (lo único digno de un millonario en su vida). Cada tanto tiempo viajaba a Caracas, en busca del necesario libertinaje que aquí no se permitía.

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        Una tarde de lluvia y café frío llegó Elena. Enarbolaba aún el estandarte de una juventud victoriosa, de una belleza que tardaría mucho en marchitarse, en la que sin embargo ya se insinuaba el gusano, la terca negación frente al espejo. Saludó con soltura a Mario y con un beso en la mejilla a mí, deferencia que conservaba desde que varios años atrás, por lástima o curiosidad, accedió a acostarse conmigo. La experiencia no se repitió y me convertí en uno de sus amigos fieles, siempre a la espera de que el milagro golpeara dos veces en el mismo lugar. Hice las presentaciones y al rato me marché al periódico.
        Volví a verlos una semana después, en un bar de la playa, sentados a una mesa generosa provista de botellas vacías y colillas de cigarrillos. Saludé y me senté. No soy imbécil: pude notar que mi presencia era bien recibida pero sobraba. Ellos se bastaban a sí mismos. Inventé una excusa y salí al sol de las cuatro de la tarde, perseguido por la música machacona que salía del bar. Caminé por la calzada de la playa; vi cuerpos adolescentes sobre la arena y el agua en posturas de engañoso ofrecimiento. Me sentía traicionado y ni siquiera el sentido del ridículo conseguía salvarme. Fui al periódico y escribí una nota inflamada de adjetivos horrorizados sobre una mujer que asesinó a su hijo de dos años.
      Durante varias semanas no supe de ellos. Luego me los encontraba en los sitios habituales, que comencé a evitar con método y paciencia. Finalmente no los vi más. Estaban en la ciudad, sólo que yo no los veía o ellos no querían dejarse ver. Ya le dije que se bastaba el uno al otro. Al menos yo creía eso.
        Esa era la situación hasta que recibí la llamada de Elena, a las once de la noche, tras cuatro o cinco meses de silencio, desde un pueblo perdido a trescientos kilómetros de distancia. Para llegar a los sucesos de esa noche debo retomar mi relato casi donde lo dejé: Mario y Elena instalados en su felicidad, como dos plantas en una maceta. Para reconstruir aquellos meses de descubrimientos y fascinaciones, y la última semana, no tan grata, tengo sólo el testimonio de mi amiga y a él me atengo.
        Cuenta Elena que solían hacer planes, como todos los enamorados, después del sexo. Fantasías sobre la vida futura, utopías personales de asombrosa reiteración en cada pareja humana.
        No sé quién de los dos introdujo el tema del dinero y lo fácil que sería para Mario tomar lo que quisiera. Él manejaba las cuentas. Los jefes tardarían dos o tres días antes de saber algo; tiempo suficiente para desaparecer en Trinidad luego de un paseo en bote desde tierra firme. Allí detenían las ensoñaciones y Mario, riendo, volvía a besarla.


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        Elena se mudó al apartamento de Mario con sus pocas cosas de estudiante eterna, ya que sus padres se negaban a continuar enviándole dinero. Tener una mujer en la casa y no sólo en la cama, despertar en la mañana, entrar al cuarto de baño y encontrar el cuerpo menudo y bien formado de Elena bajo la ducha, comprar más cubiertos y platos y muebles, hicieron sentir audaz y alegre a Mario, quien volvió a plantear el asunto aún en broma, pero con un matiz reivindicativo en la voz. Después de todo, él tenía tanto o más derecho que sus jefes a ese dinero, porque se lo había ganado con su trabajo y le correspondía, también, por su sangre, por lágrimas, por humillaciones padecidas.
        No sé cuánto tiempo pasó. Elena recuerda que estaba leyendo un libro de una feminista italiana que ordenaba escupir sobre Hegel, cuando Mario llegó del trabajo, transformado. Los ojos le brillaban como a un actor del cine mudo y un diminuto músculo temblaba junto a la comisura izquierda de su boca. “Lo hice”, dijo, y Elena le creyó al instante.
        Abandonaron la ciudad al día siguiente, cerca de mediodía. En un pequeño maletín negro llevaban el dinero. ¿Cuánto era? Elena afirma no saberlo. Sospecha que insuficiente para tantos sueños. Avanzaron sin prisas por la carretera de la costa, se detuvieron a comer cada vez que tuvieron hambre o cada vez que el paisaje lo reclamaba; el mar estallaba en su furia inútil contra las rocas, el cielo y los cerros del golfo cambiaban a medida que el día transcurría y, al fin, se apartaron de la costa y se internaron en los montes, esperando reaparecer frente al otro golfo, como en un viaje mágico de trescientos kilómetros entre dos mares, separados por una franja de vegetación y animales y pueblos de una sola calle.
        De pronto fue noche cerrada y se encontraban bastante lejos de su destino. La carretera se hizo estrecha y retorcida, y sobre ellos los árboles ocultaban las estrellas. Comprendieron que estaban perdidos. En un claro entre los árboles descendieron del vehículo. Atrás y adelante, la vía se extendía por unos pocos metros más y luego desaparecía entre sombras.
        La mañana les mostró el escarpado terreno donde estaban: era increíble que no se hubiesen despeñado. Algunas decenas de metros más abajo se abría un valle con una solitaria casa y una laguna. Si alguien la colocó allí a propósito para brindar consuelo y esperanza a los viajeros extraviados no hubiese tenido mejores efectos. Descendieron, olvidados los fantasmas de la noche. Mario sonreía confiado y apretaba la mano de Elena entre la suya.
        Los recibió un anciano alto y seco, en contradicción con el ambiente feraz que los rodeaba. Pasaron a la casa y sólo entonces leyeron las palabras —Posada Las Palmas— con pintura ya desvanecida sobre el umbral.
        El anciano les sirvió café mientras explicaba que la posada ya no funcionaba, pero que podían quedarse si lo deseaban. Pertenecía a uno de sus hijos, que se había marchado a la capital cuando el pueblo fue inundado por la nueva represa. La casa se salvó porque estaba en una pequeña colina. “Ahora todo esto es agua”, señaló con un gesto vago, “el pueblo está en alguna parte. Yo no me quise ir. Aquí estoy tranquilo”. Aceptaron el ofrecimiento porque estaban cansados y pensaban partir al día siguiente. Cerca se encontraba una población relativamente grande donde podrían comprar alimentos.
        Cinco días después, a las once de la noche, Elena me llamó.
        No debe sorprenderse si le digo que abandoné mi casa al instante y conduje cuatro horas hasta el sitio donde me esperaba ella.
        ¿Qué otra cosa podía hacer si no responder a ese llamado incoherente, balbuciente, incomprensible como no fuese su dolorosa urgencia, que me llegaba mezclado con gritos y risas y atronadora música colombiana? Yo conocía el pueblo, no resultó difícil encontrarla: esperaba en la plaza, junto al único teléfono público. Aún quedaban dos o tres borrachos en la calle, después del cierre del bar, pero no la molestaban. La vi antes de estacionar mi automóvil.
        En el camino me contó lo que usted ya sabe. También relató cómo al día siguiente habían ido al pequeño puerto donde esperaban tomar el bote a Trinidad, y allí se encontraron con un hombre que saludó a Mario desde el otro lado de la calle. El hombre levantó un brazo y dijo “Mario”, casi en voz baja, sonriendo bajo el bigote negrísimo. Volvieron a la posada. El anciano los recibió sin preguntas, aceptando que quisieran descansar unos días más. Mario estaba asustado. El hombre de los bigotes era un miembro de la Empresa y con seguridad ya lo estarían buscando. Ella intentó razonar con él: tal vez el hombre sólo se sorprendió de verlo allí y no supiera nada. Fue inútil; en los siguientes días Mario sólo abandonó la casa para cortos paseos por la orilla de la laguna. Vigilaba la carretera que bajaba a la casa. El día de mi encuentro con Elena guardó un revólver entre sus ropas, bajo la camisa. Hasta ese momento, ella no sabía que estuviese armado. Luego, poco después del anochecer, Elena se encontraba en la parte externa de la casa. Se sentía mal: discutió con Mario y lo insultó. Vio levantarse la luna entre los árboles. Todo estaba oscuro y en silencio.

    El disparo no sonó muy fuerte. Un estampido seco que la sobresaltó antes de entender lo que significaba. Corrió a la habitación. La gran mancha parda crecía en el pecho de Mario, sobre su camisa. Fue a la carretera principal sin saber bien lo que hacía. Esperó y, al fin, un vehículo pasó y la llevó al pueblo. Luego me llamó.
    La casa tenía las luces encendidas y la puerta abierta como si nos esperaran. Mi amigo había adoptado esas posturas grotescas de los cadáveres, un brazo extendido y otro encogido, las piernas separadas apoyadas en el suelo por los talones, el resto del cuerpo sobre la cama, los ojos abiertos miraban —sólo que ya no veían nada— el techo de cañabrava. En el centro de la habitación, el revólver. Por extraño que parezca, la muerte había acentuado lo que de distante y melancólico había en su rostro. Era mi amigo y un dolor sordo se me removía en el pecho, pero yo tenía deberes con los vivos. Lo envolví en la sábana, tomé el revólver y lo coloqué en mi bolsillo; luego arrastré el cadáver al exterior con la ayuda de Elena. Subirlo al asiento trasero fue una tarea repugnante y fatigosa. Tomé las llaves y conduje hasta la parte posterior de la casa; avancé aplastando la maleza fresca y flexible. Aún recuerdo el olor de hierbas aromáticas. Finalmente me detuve a pocos metros del comienzo del estanque. Sabía que tenía profundidad suficiente para tragarse varias casas una sobre otra. Aceleré y me arrojé al suelo como pude, el vehículo descendió la suave pendiente y comenzó a hundirse mansamente, como un amigo que se pierde en las sombras del tiempo.
        Ya había amanecido cuando llegamos a la ciudad. El sol brillaba alto y fuerte. De repente tuve un estremecimiento: “¿Y el viejo, dónde estaba? “. “No lo sé”, dijo Elena.
        No me gustó nada su respuesta. Sobre sus piernas llevaba el único equipaje que había vuelto con ella, un pequeño maletín de cuero negro. Temí que Mario no hubiese partido solo. Después —por cobardía o compasión— pensé que tal vez fuese mejor así.

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GRACIAS POR LA VISITA. VUELVAN CUANDO QUIERO.

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  ·  7 years ago (edited)

En este relato todo está bien logrado: la atmósfera, los personajes, el tiempo. Pero de él rescato la alusión que hace el narrador al lector. Esa tercera persona extratextual se va haciendo partícipe de la historia, el que sabe todo lo que ocurrió, incluso más que los personajes principales. Eso es grandioso. Gracias.

Gracias por tu lectura, @solperez. A mí también me gusta que el narrador se dirija a una tercera persona que puede ser el lector. Saludos.

"Todas estas mujeres", Rubi! era el título! XD Te abrazo!

Abrazos, @wilins. Siempre agradecido por tu lectura.

Me gusta lo simple y variado del tan nutrido léxico que utilizas para tu relato. Lo inconcluso del cuento me dejó O.O ¿...y entonces? jajaja pero está excelente. Me hizo recordar que hace poco asistí al bautizo de un libro llamado "Cuentos inconclusos" algo así, los cuales, no por ser inconclusos dejan de ser interesantes y atractivos, por el contrario, me mantuvo cautivo hasta terminarlo y hasta a la espera de una conclusión en próximo capítulo. La frase: "Sobrio presidente de una asamblea de borrachos" jajajaja

Siempre tuve dudas sobre el final abierto del cuento, pero al revisarlo me di cuenta (o creo haberme dado cuenta) de que es el más adecuado para el tipo de historia que es. De esa forma se poner en manos del lector la interpretación final, no solo de los sucesos, sino sobre todo de su significado. Al menos eso, tal vez ingenuamente, espera el autor. Gracias por pasarte y comentar, @juliomendoza01.

Leí esta historia en julio del año pasado y aún me genera las mismas imágenes. No dejé de ver el litoral del estado Sucre en todo el proceso de lectura.

Me alegran muchos tus palabras, @hljott. Para mí es importante la geografía de mis historias, aunque no la mencione explícitamente (aunque a veces sí). Gracias por tu lectura. Un abrazo.

Muy buen relato. El personaje de Elena me intriga: ¿ manipuladora? ¿asesina? Me gusta lo descriptivo que eres . Como vas dando detalles . Buen relato.

Gracias por tus palabras, @francisaponte25. Yo también me pregunto eso sobre Elena. Creo que la intriga se mantendrá.

Saludos @rjguerra , qué buena historia esta. Humor, drama y suspenso bien combinados. Como suele ocurrir en estos casos, el final lo pone uno.

Gracias, @tresminotauros. Encantado de saludarte por acá, fuera del taller de Daniel. Espero que sigamos leyéndonos. Y sobre el final, sí, esa es la idea.

¡Exquisitamente fenomenal!

Hola, @gythanobonfak. Gracias por tu entusiasmo.

Excelente relato y aún más conociendo la carretera que une los dos golfos y los pueblitos de una sola calle y tantas cosas que mencionas. Disfruté mucho esta lectura. Mi voto. Gran destreza narrativa.

El cuento mantiene la calidad en escritura de su primera publicación, @rjguerra. Los personajes (en especial el personaje narrador que le cuenta a alguien), ese narrar detenido en detalles, los ambientes (espacial y psicológico), el "suspense", su final de carácter abierto... Lo volví a disfrutar. Saludos.