Quien no llorare, hipare y moqueare viendo este filme, no ama a su madre.
Siete años ha, leí en un periódico en internet un artículo acerca de un joven australiano de origen indio que gracias al, para entonces, recién estrenado software Google Earth y a vagos, escasos y desleídos recuerdos de infancia, logró reconocer y ubicar su villa natal en fotos satelitales y, con ese conocimiento, poder viajar a la India y conocer a su madre biológica. Tal es el poder del llamado de la sangre y tal el poder concedido a las personas de este milenio por la tecnología, lo cual es más aun de loar y encomiar si tomamos en cuenta que esta tecnología es gratis. La historia me pareció impresionante y vaticiné, acertadísimamente: “con toda seguridad han de hacer una película de esta grande historia”.
En el año 2016 de Nuestro Señor se estrenó la tal película, lo cual me llenó de grandísimo contento, tanto por poder ver esta historia en la gran pantalla, como por comprobar el afinado funcionamiento de mis cualidades premonitorias.
La India en Google Earth.
Los más de nosotros vivimos en países de los que normalmente se usan: países talla S, M o a lo sumo talla L. Países donde o se habla una sola lengua o, de hablarse varias, hay al menos una que sirve de lingua franca para el pueblo llano y no sólo para las clases ilustradas. La India, en cambio, es considerada un subcontinente en sí misma por su desmesurado tamaño que escapa muchas veces a la comprensión del montón ignoto. Asimismo tiene este desmedido, exagerado y misterioso país, una grande y voluble diversidad de climas, distintas y numerosas etnias (algunas de ellas profesándose mutua ojeriza), religiones varias para escoger, un arcano y bizantino sistema de castas y, como guinda del pastel, una miríada de lenguas disímiles. Todas estas cosas juntas, y cada una por sí, hacen que muchas aventuras reales y verdaderas puedan suceder y sucedan.
Saroo y su hermano Guddu con dos bolsas de leche líquida, producto de un día de “trabajo”.
La pobreza paupérrima hace que muchos niños salgan a la calle para tratar de ayudar, aunque sea en algunos céntimos, al medrado y menguado presupuesto familiar. Si por capricho de los hados, uno de esos párvulos (tomando en cuenta todas las partes y aspectos que mencioné arriba) se quedase dormido solitario en un tren, al despertar pudiese suceder que se encontrase a 1600 km de casa, en un sitio donde hablan un jerigonza ininteligible, sin forma de comunicarse ni de explicar de dónde viene, y las autoridades —que no son muy sufridas a la hora de resolver problemas personales de una persona sola entre mil doscientos millones, y para rematar pobre— no harán esfuerzos extraordinarios para conseguir a sus padres. A lo sumo publicarán un aviso en un periódico que llega a quince millones de lectores. Pero en la India eso es un periódico de alcance regional y probablemente en una lengua distinta. Es posible, además, que como los padres del tal niño sean gente humilde y rural, no llegasen a leer nunca un periódico de otra provincia en otro idioma, sobre todo si los mencionados padres, o sólo madre en este caso, fuese tan pobre que se deslomase todo el día en una cantera. Sin mencionar que debido a la casta donde nació esa madre, y de la cuál nunca logrará salir, con toda certeza no sabrá leer ni la o.
Eso fue lo que le sucedió a Saroo Brierley cuando contaba cinco años. Ya por poderes arácnidos como Spiderman, ya por unas antenillas de vinil como las del Chapulín Colorado, ya por el casi siempre impuntual e ineficaz ángel de la guarda, o ya por la protección de alguna deidad del hacinado panteón hinduista, el niño siempre parece advertir el peligro y escapar a tiempo y avispadamente de sodomitas pedófilos, traficantes de órganos y gente vil que balda niños para lucrarse de ellos poniéndolos a mendigar óbolos.
Todas estas aventuras y desventuras, que recuerdan a las del Lazarillo de Tormes, lo llevan a su felice adopción por parte de una bondadosa y acomodada pareja australiana que le dará la oportunidad no sólo de vivir, sino de vivir muy bien. Pero como ya dije, el llamado de la sangre es poderoso, como se verá en el filme. La segunda mitad de la película cuenta la no menos monumental aventura de cómo el Saroo adulto, como los salmones que remontan los ríos fríos para volver al sitio donde nacieron, intenta reencontrarse con el amado vientre que le dio la vida. No comentaré esta otra parte de la aventura para no restar aliciente o darle a usted lector excusa de no catar de su propia vista esta excelente película.
El olfato es una una vaina seria.
El papel del niño es interpretado por un brillante actorcico de siete años de edad a la sazón, extraído de una barriada pobre de Bombai. Este actor nato tiene más registros que un libro contable. Y así nos arrancará con la misma facilidad, una lágrima que una sonrisa. El Saroo adulto es representado por el galardonado histrión Dev Patel, a quien recordarán por Slumdog Millionare (¿Quién quiere ser millonario?).
Saroo con mango.
Nicole Kidman se transforma magistralmente en la sufrida, amorosa y santa madre adoptiva de Saroo.
Madre sólo hay dos.
Para finalizar esta modesta crítica a tan magnífica película, debo apuntar antes de que se me vaya del magín, que la misma también brinda una hermosa estampa del amor filial, poderosa a conmover a un corazón de pedernal, no que de carne.
Píntame angelitos negros.
Yo le concedí nueve de diez estrellas, más de las ocho que promediaba en IMDb para el momento de la escritura de esta reseña.
Todas las imágenes son propiedad de The Weinstein Company, Transmission Films y Entertainment Film Distributors.
Sopla, viento. Kidman y Patel en la alfombra roja.
Poema “Hijos infinitos” de Andrés Eloy Blanco
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