La búsqueda del primitivismo, de una visión del arte no contaminada por los prejuicios de una cultura académica, estaba en el ánimo de todos los pintores de la época. Pero hay uno que sin proponérselo críticamente, solamente dejando en libertad sus propios impulsos de pintor, sin estudios especializados en la materia y con una preparación totalmente autodidacta, iba a expresar lo que todos estaban buscando e inaugurar una expresión totalmente inédita en la pintura. Obviamente nos referimos a Henri Rousseau, llamado “el Aduanero”.
Fuente Henri Rousseau, El sueño
Henri Rousseau fue un auténtico primitivo; viviendo en el corazón de un mundo altamente desarrollado tuvo el don de mantener la inocencia, la pureza de una visión sin prejuicios de conocimiento. Coincidió, sin siquiera sospecharlo, con las más lúcidas intenciones de la vanguardia de su tiempo, y por eso mismo mereció el halago y la comprensión que les dispensó un grupo de poetas y pintores desconocidos de entonces. En ese grupo participaban Pablo Picasso, que compró un cuadro del Aduanero por muy poco dinero en el año 1908 y lo introdujo así a la consideración de sus amigos. Robert Delaunay, Vlaminck, Marie Laurencin, Braque, Apollinaire, André Salmon y otros artistas e intelectuales que figuran entre los talentos más grandes de su tiempo.
La visión ingenua, pero técnicamente sabia, de Rousseau, inaugura una tendencia insólita en el arte el siglo XX. A ella se refiere Wassily Kandinsky, quien supo apreciar y valorar el trabajo de otros pintores sin aferrarse a sectarismos de “escuela”: “El artista, que en muchas cosas se parece al niño, puede llegar más fácilmente al sonido interior de las cosas. Aquí tiene su raíz el gran realismo. La cáscara exterior de la cosa –dada con máxima y absoluta simplicidad- entraña ya un alejamiento de esa cosa de la finalidad práctica y deja intuir la melodía interior. Fue el camino inaugurado por Henri Rousseau, a quien debe considerarse como el padre de este realismo. El mundo canta. Es un cosmos de seres de influencia espiritual. La materia muerta es, de este modo, espíritu viviente”.
Pese a que la obra de Rousseau fue despreciada y escarnecida por parte de la mayoría de los pintores del fin del siglo XIX, hubo algunos que la distinguieron, como Gauguin (admiraba sus negros), Degas, Seurat y Signac. Nació en 1844 y las primeras pinturas que se le conocen datan del 1880, por lo que en esta dilatada vida de pintor pudo haber cosechado algunas recompensas que lo estimularan en su oficio. Sin embargo no fue así, y su obra mereció las más variadas agresiones verbales: insultos por parte del público y bromas crueles provenientes muchas veces de aquellos que se decían sus amigos. Tomaremos solamente en consideración hechos que, como en la cita de Kandinsky, nos colocan ante la verdad de un pintor excepcional.
Con antelación al desarrollo del movimiento cubista, Fernand Léger y Robert Delaunay visitaban con frecuencia el taller del Aduanero; allí pudieron observar que el pintor colocaba los colores sobre la superficie de la tela sin proceder a complicadas mezclas y sin restarles su pureza. Aplicación del color franco, en tintas planas: “el tono puro significa absoluta franqueza”, dice Léger, “con él no se hace rampa”. La esposa de Delaunay, quien firmaba sus cuadros como Sonia Delaunay, encargó al Aduanero una obra y de este pedido surgió una verdadera obra maestra de la pintura del siglo XX. Fue comenzada en 1907, se titula La encantadora de serpientes, y hoy honra las paredes del Museo de Orsay.
La pintura de Rousseau sirvió de punto de arranque para lo que, después de la Primera Guerra Mundial, se desarrollará bajo la denominación general de “realismo mágico” (asó lo llamó Franz Roh), es decir, que, bajo las apariencias más habituales de las cosas se oculta lo más extraordinario. En esta tendencia se destacan Max Beckman, el propio Fernand Léger con su “nuevo realismo”, y parte de la obra de Giorgio De Chirico, que en 1911 empieza su famosa serie de Las plazas.
A la muerte del Aduanero, acaecida en 1910, el poeta Guillaume Apollinaire escribió este epitafio, que luego fue grabado sobre su tumba: “Gentil Rousseau, tú nos oyes. / Te saludamos Delaunay, su mujer, Monsieu Quéval y yo. / Deja pasar en franquicia nuestros equipajes / por la puerta del Cielo. / Te llevaremos pinceles, / colores y telas / a fin de que tus ocios sagrados / en la luz real / los consagres a pintar, como hiciste mi retrato,, / la faz de las estrellas”.