Gerberto de Aurillac advirtió lo maravilloso de la Naturaleza
en tratados de alquimia.
He ahí el mérito de su hermética sabiduría.
Recuerdo la historia
contada en una habitación de luz incierta
una noche en que diluviaba sobre los techo de Rávena.
Según sus cavilaciones, el primero de los hombres
no tuvo origen en la Tierra
sino en el cielo.
Literalmente.
Un autómata original habría sido pergeñado y
facturado
por un grupo de sabios de raza extinta
y enviado más allá de lo cognoscible
mediante procedimientos de magia saturnal.
Este autómata arribó a la superficie de la Luna
y allí se afanó en cumplir para lo único que
fuera concebido:
crear un igual para luego enviarlo de regreso
al hogar de origen.
Y así poblar de una vez y para siempre la esfera terrestre.
Para ello, este autómata producto de la nigromancia terrestre,
debería valerse
de materiales elementales, residuos cósmicos
que atrajera la imantada superficie lunar.
Con paciencia y rigurosa meticulosidad
fue componiendo su prodigio
atendiendo hasta el último detalle
hasta acabarlo.
Así el segundo autómata,
transcurridas una innumerable cantidad de eras
fue enviado a la Tierra
y aquél, que funcionara como autor de éste,
se consumió hasta la extinción, como un puñado de cenizas
que se arroja al viento.
Según Gerberto de Aurillac, luego Silvestre II, este enviado
desde las esferas estelares
fue llamado, posteriormente por los profetas, Adán.
La historia de su derrotero en el orbe
aún nos resulta inconclusa.