La tienda de ultramarinos

in spanish •  7 years ago  (edited)

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Los ultramarinos eran algo muy común en los barrios hasta bien entrados los años 70, en los que arrasaron, sin pedir permiso, el súper, el hyper y las tiendas especializadas en determinados alimentos de calidad, llamadas, rimbombantemente, delicatessen.

En aquellos mini templos que tomaron su nombre de lo que había más allá de los mares, podía comprarse casi todo lo que necesita una casa, desde comida hasta productos de limpieza pasando por alcayatas o algo de perfumería. Muy cerca de la mía estaba la tienda de Jose, uno de aquellos comercios hoy en día desaparecidos por el empuje de una modernidad entendida como despersonalización de la compra-venta. Estaba personalizadísima, cuando había cola, se formaban conversaciones de lo más peregrino, era lugar de encuentro para señoras, abuelos y los trabajadores que estuvieran cerca, que acudían en masa, deslumbrados por los bocadillos que les preparaba el tendero, y siempre había algo sorprendente, como el dulce de guayaba, cuando por allí nadie sabía qué era eso.

Como no tenía que cruzar la acera, me dejaban ir a comprar sola, cuestión de vital importancia para la infantil autoestima y para cubrir la necesidad que mi curiosidad demandaba constantemente para inventarse mil historias, sugeridas por aquella atmósfera que casi me atrevería a llamar cosmopolita.

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Jose era encantador: alto, delgado, un moreno guapetón con un bigote muy bien arreglado y una simpatía a prueba del carácter huraño de alguno de mis vecinos. Vivía en la trastienda con su mujer, una presencia fantasmal, etérea, debido a su cabello rubio, su frágil cuerpo, su piel transparente, alguna vez ensombrecida por moratones, y porque apenas asomaba la cabeza por detrás del mostrador; no es que no quisiera, ella también, compartir agradables conversaciones o interesantes cotilleos, sino porque a su marido no le gustaba. Claro está que nunca se lo decía en público, pero con tan sólo una mirada que parecía no haber salido de Jose, sino de su Mr. Hyde particular, volvía a esconderse detrás de la cortina, con un sobresalto que no era capaz de disimular. No digo su nombre porque nunca lo supe, hasta ese punto llegaba su obligado anonimato. Jose también era incapaz disimular que le gustaba una joven del barrio, no podía obviarse su gran interés por ella, o más bien por su escote, de una exuberancia importante. Cada vez que entraba por la puerta de los ultramarinos, al guapo tendero, aunque ya peinaba canas en las sienes, se le alegraba la vista, hablando directamente con el pecho de la joven, que le respondía con cordialidad y suaves movimientos ronroneantes.

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Un día, la mujer de Jose desapareció completamente del entorno, como si nunca hubiera existido. Me llamaba la atención que nadie preguntase por ella, así que yo tampoco lo hice, ya había aprendido a callar, como los mayores. En su lugar, la joven pechugona llenaba con su presencia el establecimiento, reía mucho, hablaba mucho, miraba mucho a otros hombres. A Jose se le fue apagando lentamente la sonrisa y yo dejé de comprar allí, ya nada era como antes. Sin sospechar siquiera en base a qué señales, pensé que Jose se había llevado su merecido.

Fotos:
https://comerciosantiguosdemadrid.com/2015/04/28/cuando-se-cierra-una-vieja-tienda-de-ultramarinos-desaparece-un-escenario/

https://descartemoselrevolver.com/2012/05/30/hegel-y-los-negocios-decadentes/

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La tiendas de ultramarinos, en mi tierra se las conocían por tiendas de aceite y vinagre y se podían encontrar mil historias, las que traían y llevaban las vecinas y los vecinos; los cotillas de toda la vida que echaban otro día para atrás delante del mostrador de la tienda porque por aquella época era un Sálvame en vivo y en directo.

Un comentario tuyo, hace poco, me recordó al ultramarinos del barrio, me gustó que en tu tierra se llamaran tiendas de aceite y vinagre, como diciendo “aquí tenemos de tó, hasta tertulias” :)

¡Mentirosa, esto no va de ultramarinos! Va de monstruos y cavernas, de serpientes y manzanas, de erizar el pelo y arañar el corazón, del fantasma del conde de Montecristo. Te besaré la mano y subiré, en agradecimiento, absorbiendo la sal de tu piel hasta que el asco y el desprecio frenen tamaña osadía.

No habrá asco, caballero, en vuestros labios de miel, y el perdón para el desprecio será el gesto de Don Edmundo Dantés.

Alguna vez te he dicho lo mucho que me gusta como escribes? Éste me ha gustado muchísimo. En m cuadra también había una "bodega". Me gusta como impregnas de nostalgia y vida tus letras.

Es que una ya tiene los años suficientes como para mirar atrás sin ira, los recuerdos son una pequeña mentira, van cambiando con el tiempo, según vas cambiando tu mirada. ¡Viva la alquimia!

En los pueblos aguantaron todavía estas tiendecillas hasta principios de los 90. Lo curioso es que, desde que se fueron imponiendo los Mercadona, Lidl etc., los antiguos supermercados de los barrios se han ido convirtiendo en lo que antes eran los ultramarinos.
Me ha gustado el relato. Hace unos años me enteré de que, en México, a este tipo de tiendas las denominan "abarrotes".

Es verdad lo que dices de los supermercados, han ido añadiendo artículos y parecen esos abarrotes mexicanos. También se le llama tienda de abastos. Algo que tiene tantos nombres tiene que ser importante. Un saludo, y gracias por la visita y tu comentario.

Excelente relato, en Venezuela se le llamaban "Bodegas", lugares donde se puede conseguir de todo un poco, lastimosamente hoy en día ya casi no existen, pues las grandes transnacionales y la Hiperinflaciòn han hecho que las personas que las tenían no puedan abastecerlas. Gracias por compartir, las fotografías están geniales. Un abrazo.

Bodegas, me gusta mucho, como las bodegas de los barcos, cargadas de todo tipo de mercancías. Ante un mercado sin cara humana, el pez grande se come al chico, no se puede competir con las transnacionales. Un abrazo, zully, muchas gracias por tu visita.