Ella le mintió. Le había mentido y él cayó como un vil principiante. Así de idiota se sintió cuando Sigricc se lo dijo. ¡Su nombre, su maldito nombre!
Una ola de arrepentimiento y frustración asaltó su corazón en ese momento. ¡Maldita sea la hora que no la hizo mujer completa! ¡Maldita su fascinación y su obstinación por descubrir más de ella en lugar de tomarla aunque fuera por la fuerza! ¡Mil veces malditos sean el día y la hora que la conoció!
Tomó el cuello de la mujer que estaba debajo de él; ésta, con la mente nublada por la lujuria, gemía sin cesar mientras que él movía una y otra vez sus caderas con una ferocidad al principio excitante. Sin embargo, ni las embestidas ni los gemidos de su amante de turno lograron borrar de su mente aquella afrenta. Apretó más el cuello de la mujer y movió sus caderas con más violencia, lastimándola; los gemidos placenteros de la mujer se convirtieron en dolor y miedo. Al final, decidió interrumpir el coito.
Soltando a su amante, se volvió boca arriba; ésta le reclamó por su violencia, a lo que Aesir le respondió con tomarla de los cabellos y arrastarla hasta la puerta del elevador, en donde la arrojó con todo y sábana.
-Y no vuelvas por aquí nunca más, maldita puta de mierda -advirtió con frialdad mientras apretaba el botón, ignorando el rostro aterrorizado de la mujer.
Dejándose caer en el sillón que estaba frente a la ventana, posó su mirada en las luces de la ciudad.
Generalmente no se molestaba con algo tan simple, tan obvio e incluso tan natural. Cristina solo había hecho lo que cualquiera habría hecho en una situación semejante, así que no podía ni debía culparla de su mentira. Pero aún así le molestaba; le había herido justamente en su orgullo y había salido airosa de ello sin recibir castigo alguno por ello.
Ella pagaría caro su atrevimiento de dejarlo en ridículo ante otros. Él se encargaría de que así fuera.
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Ondskap acariciaba con cierto nerviosismo el rosario que tenía en sus manos mientras que su esposo, Ragnarok, comía tranquilamente su estofado.
Con mucho esfuerzo ocultó sus nervios mientras que, con su más encantadora falsa sonrisa, se despedía de su esposo; éste se había marchado hacia la Gran Sala, en donde Jápeto y los demás ángeles principales se estaban reuniendo para escuchar los pormenores de algunas misiones, dejándola sola en el salón de la residencia Aeseryon, ubicada en el lado norte de Valhavalon.
Mirando el panorama de la ciudad que se presentaba ante sus ojos, la cronoata pensó detenidamente en aquél aterrador sueño.
El Iku-Turso [*] se apareció ante ella; con una capucha cubriendo su cabeza, extendió ambas manos en forma de cruz. Una de las manos estaba cerrada en forma de puño mientras que la otra estaba abierta; sus alas no eran ni de ángel ni de cronoata, sino una de cada raza. No emitió ningún sonido, ninguna palabra; solo permaneció así, quieto, contemplándola con ojos mitad plateados mitad oscuros durante quién sabe cuánto tiempo hasta que notó cómo sus alas, blancas y oscuras, empezaron poco a poco a desaparecer, siendo sustituidas por alas de cartílagos.
Entre los cronoatas, soñar con las alas de cartílago del Iku-Turso era algo más que un presagio terrible. Era el anuncio de la muerte a manos de quien menos uno espera... De un ser amado.
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*De acuerdo con la mitología finlandesa, Iku-Turso era el dios de la guerra y de las enfermedades; se le describe como un monstruo marino terrible, hijo de Aïjö, dios del cielo. Fuente: Wikipedia (versión inglesa)