Al mover las flores cientos de mariposas salieron volando y los muchachos corrieron con ramas tras ellas. Algunas de esas livianas alas amarillas eran cazadas y la gran mayoría seguía su revoloteo buscando el néctar en ese campo de flores. Era un juego lindo del cual yo quería ser parte. Al verlos pensaba en cuán difícil se hacía acercarme. No conocía el protocolo para incorporarme, y no es que un niño como era yo en ese tiempo, estuviera consciente del significado de un protocolo, de una conducta determinada para entablar una relación. Pero niño al fin y sin necesidad de cualquier sofisticada estrategia comunicacional, me acerqué y sin más ni más empecé a jugar persiguiendo las maravillas voladoras amarillas. Luego supieron que no era de esa tierra, que venía de otro país y mirándome con recelo se alejaban. Uno de ellos inició una burla que durante muchos años otros repitieron hacia mí.
Tuve una infancia de emigrante. Primero fue en Estados Unidos, allá era el latino del cual algunos compañeros de primer grado decían que por instrucciones de sus padres deberían evitar cualquier relación conmigo. Un gringuito pidió me expulsaran del colegio. ¿7 años y ya xenófobo? Poco tiempo antes de iniciar el año escolar, mi padre me incorporó a unas clases especiales de niños con retraso mental, con síndrome de Down y otras cosas parecidas debido, según él, a mi desconocimiento del inglés. Estuve unos cinco días, la profesora al darse cuenta de mi normalidad habló con mi padre y me incorporaron de inmediato a la escuela primaria incluso en contra de la voluntad de mi padre. Este concepto sobre mí de padre se ha repetido en mi vida un montón de veces. Muchos psicólogos le regañaron y le afirmaron de mi inteligencia por encima de eso que se considera normal. En todo caso, me adapté a ese ambiente racista evidente en esos años de principios de los sesenta. Y terminé dirigiendo los juegos, cree una pandilla, manejé el patio y los columpios y toboganes a mi antojo y hacía que los gringos pidieran permiso para usarlos. Ojo, sin un solo golpe, sin un solo grito. Tal vez el espíritu de solidaridad y respeto que siempre he defendido debemos tener, me sirvió de algo. La amistad parte de ese principio.
Luego siguió mi infancia como emigrante en el país donde nací y en un Colegio alemán tuve que enfrentarme a las burlas de esos pseudo alemanes burlarse de que venía desde Estado Unidos y allí sí, tuve que entrarme a coñazos y no lo hice ni en inglés ni en alemán. Fueron coñazos en español o en castellano si lo prefieren. Pero seguí siendo el extranjero y los alemanes resolvieron el problema que yo representaba de manera muy pragmática. Al terminar ese año escolar le recomendaron a mi padre me inscribiera en un colegio más, digamos, “americano” y así tendría menos problemas. Y, efectivamente, fue así, antes de venir a Venezuela, estudié en un colegio Metodista Americano lleno de pseudo gringos. Pana, eran más gringos que los gringos. Cuán indefensión tiene nuestra cultura frente al llamado primer mundo. Una traición debe tener una complicidad y traidores hay muchos.
Aquí en Venezuela, al extranjero se le llamaba musiú. Y a pesar que tengo más de 40 años aquí, sigo siendo para muchos de los de mi generación el musiú. Al principio me molestaba muchísimo, luego era tan normal como normal es la echadera de broma, la mamadera de gallo, el ser venezolano que es, les guste a no, la mejor forma de ser que alguien pudiera ser en este planeta. O por lo menos ese era el venezolano antes de la cubanización de esta Tierra de Gracia. La idiosincrasia venezolana se perdió.
Escribo esto para de alguna manera poder ayudar a sobrellevar la emigración que alguno de los de esta tierra inician en otros países y puedan, tanto a lo interno como a lo externo, defenderse, convertirse en embajadores de la venezolanidad que tanto orgullo representó alguna vez, que generó la más maligna envidia en los miserables cubanos, panameños y dominicanos. Algún día, la venganza será tomada. Contad con eso, diría el más grande: Bolívar.